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Ofensiva terrorista
Columna
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Pacto tácito contra el crimen

José María Ridao

El crimen terrorista de Capbreton ha obtenido una respuesta común por parte de los partidos democráticos, a la que se han sumado los sindicatos y la patronal. Es una base todavía frágil pero, sin duda, suficiente para albergar la esperanza de que la estrategia antiterrorista salga, por fin, de la confrontación política. Hace tanto tiempo que los crímenes etarras ocupan el primer plano de la relación entre los partidos que, de algún modo, podría haberse olvidado cuál es la utilidad de que los demócratas aparezcan unidos frente a los asesinos. Como se pudo comprobar en Capbreton, la acción de tres pistoleros que fantasean con actuar en nombre del pueblo vasco no se diferencia, en tanto que tal acción, de un delito común o de un crimen mafioso. Sólo que los terroristas pretenden revestir sus crímenes con un sentido político que no están en condiciones de establecer por sí solos. Por más que retuerzan su lógica criminal, no existe ninguna conexión, ninguna, entre lo que ellos consideran la "liberación del pueblo vasco" y la monstruosidad de dejar dos víctimas tendidas en el suelo de un aparcamiento.

La unidad sirve para que los terroristas estén condenados a verse como son, simples pistoleros

Los terroristas confían en que sean los demás los que aporten el sentido político de sus asesinatos, ya se trate de sus organizaciones afines, poniéndole letra a su bárbaro redoble de muerte, o, lo que es peor, de los partidos democráticos o de las asociaciones de víctimas, enzarzándose en insensatas polémicas con ocasión de cada crimen. La unidad de los demócratas sirve, precisamente, para que los pistoleros estén condenados a verse como lo que son, simples pistoleros, simples autores de crímenes mudos, que ni representan a nadie ni están en condiciones de marcar ningún rumbo político. Cada vez que lo intenten deberían encontrarse con la enérgica cerrazón de los demócratas, determinados a no contemplar ninguno de sus crímenes como un crimen envuelto en un sentido, a no desentrañar ningún mensaje político en unas acciones que ni lo tienen ni podrían nunca tenerlo, a no ser que se lo presten sus cómplices disfrazados de dirigentes civiles o, por ese error en el que se ha persistido durante el tiempo en que ha permanecido roto el consenso antiterrorista, los propios partidos democráticos.

La unidad que éstos han mostrado tras el crimen de Capbreton se ha traducido en un llamamiento común a los ciudadanos para que se manifiesten en la calle contra los asesinos. Lo mejor, lo más indiscutible de esta iniciativa es que se trata, en efecto, de una iniciativa común, algo que los ciudadanos reclamaban desde hace años y, por lo cual, deberían apoyarla con su presencia en la movilización; lo más arriesgado es que, de manera indirecta, esta iniciativa puede acabar alimentando entre los asesinos esa quimera de que sus actos tienen un sentido político, de que son capaces de marcar el rumbo en el interior del sistema democrático. En la asfixiante burbuja de su fanatismo, el rechazo de sus crímenes expresado mediante instrumentos políticos les puede reafirmar en su autoproclamada condición de portavoces de una causa tanto como las execrables justificaciones de sus cómplices. Como se ha dicho tantas veces, matan para demostrarse que existen. Pero matan, además, esperando reflejarse en un espejo político para verse a sí mismos como luchadores, no como asesinos.

La incipiente unidad de los partidos democráticos se pondrá a prueba después de la manifestación a la que han llamado de manera conjunta. En plena precampaña electoral, y con un exorbitante historial de desencuentros a lo largo de la legislatura, tendrán que hacer frente a lo que ya empezó a desvelarse durante la misma jornada del crimen: el brazo político de los terroristas evitó pronunciarse sobre su acción, alegando que tenía que enjuiciar la totalidad del contexto en el que se produjo; es decir, pretendía ganar tiempo para encontrar alguna justificación a lo que no tiene ninguna. Se dejaba arrastrar así por la pendiente que, de acuerdo con la Ley de Partidos, puede acabar llevando a su ilegalización. Ésa será la próxima prueba decisiva para la frágil unidad recuperada, y resultaría descorazonador que Gobierno y oposición, de acuerdo en llamar a la movilización de los ciudadanos, se enfrentasen entonces con motivo de las iniciativas legales a emprender contra Acción Nacionalista Vasca. Si hubiera que poner fuera de la ley a esta formación, se debería al menos intentar con el mismo consenso con el que se ha convocado a manifestarse.

La reunión de los partidos democráticos en el Congreso de los Diputados, además de las centrales sindicales y la patronal, ha demostrado algo que habrá que tener en cuenta: no es necesario un pacto escrito para lograr la unidad frente al terrorismo. Basta con que todas las fuerzas políticas se reconozcan en el mismo campo frente a los que matan, que no alimenten las desconfianzas recíprocas o que no traten de obtener imposibles ventajas electorales sobre la base de que los asesinos han vuelto a matar e intentarán hacerlo de nuevo. Y puesto que las elecciones no están lejos, más valdría que el incipiente pacto tácito, del que nadie fue excluido y nadie se autoexcluyó, siga asentándose con la mayor rapidez posible, de manera que los previsibles excesos de toda campaña no pongan en riesgo la esperanza de que la estrategia antiterrorista salga, por fin, de la confrontación política.

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