Del cayuco a la escuela
Los 500 menores trasladados desde Canarias quieren ponerse a trabajar
Dygiba no supo la edad que tenía hasta que llegó a Canarias y, poco después de bajar del cayuco, le hicieron la prueba de la muñeca. La radiografía demostró que contaba 16 años. "En Malí no le dan mucha importancia a esas cosas", dice el muchacho. De aquello hace casi un año, y ahora Dygiba está repantingado en un sofá de una casa de acogida de la ONG Colectivo La Calle, en Madrid, frente un televisor de plasma. El chico es uno de los 497 menores que el ministro de Trabajo y Asuntos Sociales, Jesús Caldera, trasladó a principios de año desde Canarias a la Península para aliviar la presión en los centros de las islas.
En la casa, un chalé a las afueras de la capital, viven otros cinco niños de los cayucos. Son altos y delgados y visten vaqueros decorados con leyendas en inglés, deportivas y gruesas sudaderas que no se quitan a pesar de la fuerte calefacción. "Están siempre así de abrigados. Son muy frioleros", comenta Ricardo, uno de los educadores. Los chavales sonríen.
Los familiares no entienden que los niños estudien antes de trabajar
"Si tienes que pegarle, pégale", dicen los padres a los educadores
Sus historias son dramáticas y parecidas. Todos llegaron con el mismo objetivo: trabajar y enviar dinero a sus familias, que hipotecaron todo lo que poseían para pagarles el viaje a Europa y que ahora esperan recuperar su inversión con intereses. "Es nuestra pelea con sus padres", explica el director de la ONG, Fernando Saleta. "Intentamos que entiendan que aquí los menores estudian primero y trabajan después. Pero les cuesta esperar".
A veces, cuando los muchachos están hablando con sus familias, tienden el móvil a Saleta. "Ponte", le dicen. "Lo primero que preguntan todos los padres es si su hijo nos da las gracias por nuestra ayuda. Un padre me decía el otro día: 'Trátale como si fuera tu hijo. Si tienes que pegarle, pégale'. Y, a continuación, te cuentan los problemas para conseguir medicinas, las sequías... Yo intento tranquilizarles diciendo que sus hijos están bien, pero que todavía no pueden ayudarles y que no les agobien con eso".
Los argumentos de Saleta son incomprensibles para los padres y para los niños, acostumbrados a trabajar desde que tienen memoria. Omar, de 16 años, explica que en Malí trabajaba con su familia en el campo: "Desde las cinco de la mañana hasta que se iba la luz". La paga semanal de 10 euros (más cinco euros de recarga del móvil) que les entregan sus cuidadores se la gastan aquí. "No llega para mandar nada a casa", dice Samba, de 17 años.
Los menores acogidos en Madrid por el Colectivo La Calle (80, repartidos en 10 casas) estudian español y van al instituto hasta los 16 años. Los mayores prefieren formarse en climatización y fontanería. Todos dependen de la comunidad canaria, porque la de Madrid, del PP, se negó a asumir su tutela.
Otros Gobiernos autónomos han sido más generosos. La Xunta de Galicia ha asumido la tutela de 60 chicos en 11 centros públicos. "Los repartimos con otros chavales para no crear guetos", explica la directora de la Secretaría General de Bienestar, María Xesús Lago, del BNG.
En Galicia, los chicos "están totalmente integrados", según Lago, salvo que les cuesta muchísimo entender que aquí las mujeres son iguales que los hombres. "Les choca la autoridad femenina porque nunca antes la han visto, y al principio no asumen que una educadora les pueda dar órdenes".
Los muchachos han salido a recibir clases en academias y han participado en una liga de baloncesto. Reciben formación en albañilería, jardinería o mecánica, y cuando cumplen 18 años son inscritos en el Inem. Entonces salen a la calle "hablando castellano y gallego, y con una ayuda económica para que empiecen a ser independientes", explica Lago.
Algo parecido sucede en Aragón, que ha asumido la tutela de 33 menores. Cuatro de ellos, con menos de 14 años, fueron repatriados. Otros tres han sido reagrupados con parientes que residían en España. Y tres más han alcanzado la mayoría de edad, pero siguen en pisos tutelados.
Mohamed Doucoure acaba de cumplir 18 años en Mallorca. Es uno de los 14 muchachos que tuteló el Gobierno balear. Embarcó en un cayuco hace dos años. "Nunca había visto el mar, ni navegado en canoa en un río. No sabía nadar", relata. Ha estudiado español y oficios manuales en los centros de acogida por los que ha pasado. Desde que es mayor de edad trabaja como peón de mantenimiento y gana 600 euros al mes. Vive en Palma en un piso de emancipación.
La técnica de asistencia a menores que le atendió cuando llegó a Mallorca es Fina Santiago, de IU, actual consejera de Inmigración. "Los chicos no han creado ningún problema especial. Se integran muy bien", afirma. "Lo que más me sorprende de España", dice Doucoure, "es que aquí se habla, no como en África. Allí siempre se pegan".
Aunque a veces las palabras son casi tan duras como las bofetadas. Así sucede con el cruce de acusaciones entre el Gobierno de Canarias y el Ejecutivo central a propósito de los 800 menores que han llegado al archipiélago a lo largo de los últimos meses y han vuelto a saturar los centros de acogida.
Ante la resistencia de las comunidades de la Península a tutelar a más menores, las autoridades canarias trasladaron por su cuenta esta semana a 35 chicos a una ONG de Salamanca, llamada Fundación Armenteros. Allí, junto a cientos de chavales de distinta procedencia, ya residían 44 menores trasladados hace un año. El padre Juan Trujillano, que dirige el centro desde 1952, declara: "Aquella vez nos llamó el Gobierno central, y ahora lo ha hecho el canario. Y hemos picado como pardillos, pensando que no había problemas entre las Administraciones. Cuando dije que sí, no pensé que le estaba pisando los callos a nadie". El padre Trujillano conoce bien al ministro de Trabajo, Jesús Caldera, oriundo del vecino pueblo de Béjar. "Siempre que le veo, le digo: 'Jesús, no te equivoques, hombre. Ayuda siempre a los pobres, que es el camino".
Reportaje elaborado con información de Natalia Junquera (Madrid), Silvia Rodríguez (Santiago) Concha Monserrat (Zaragoza), Andreu Manresa (Palma de Mallorca) y Francisco Cantalapiedra (Valladolid).
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