Pensar desde las alturas
ENSAYO. Con las consabidas excepciones
(Nietzsche, Benjamin, Adorno) admitamos que los alemanes tienen una vocación confesa o encubierta por la totalidad, desde los tiempos en que hubieron de refundar la filosofía. Suyos son los sistemas más reconocidos y sus pensadores más representativos, ya se trate de los idealistas clásicos o de los actuales socialdemócratas, inevitablemente tienden a convertirse en teóricos que generalizan con el mismo desparpajo con que los franceses creen que su realidad es el mundo. Así pues, ontología, ética, estética, economía, historia, religión, etcétera, forman un todo germánico pensado de consuno. Los alemanes piensan continentalmente, como observó con su característica perspicacia Deleuze, del mismo modo como, cada tanto, les da por expandir sus territorios y aplastar a sus vecinos.
En el mundo interior del capital. Para una teoría filosófica de la globalización
Peter Sloterdijk
Traducción de Isidoro Reguera
Siruela. Madrid, 2007
336 páginas. 28 euros
Podría parecer que, en la madurez, el afrancesado Sloterdijk ha sucumbido a la idiosincrasia nacional, como parecía revelarse en el rótulo de su descomunal trilogía: Esferas, auténtico emblema de la Totalidad, reafirmado o refrendado en la sucesión de sublimes palimpsestos que forman los tres volúmenes -'Burbujas', 'Globos', 'Espumas'- donde se describen otras tantas hipóstasis del Todo. Aunque desmesurada, la intención de Sloterdijk es loable: dejar de pensar el mundo como siempre y buscar un nuevo punto de vista de Sirio. No le falta razón. Parece obvio que, si el mundo es Uno y el Mismo, Gran Cadena u Organismo, Espíritu o Sinfonía, una sola debería ser su Razón. No de otra forma justificaba Hegel la necesidad del Sistema, contra la opinión de los románticos; lo cual hace irrisoria la rabieta de los criptohegelianos de izquierda (que antaño se llamaban marxistas) por la supuesta amenaza del pensamiento único. No señores, no han sido los liberales, ha sido Hegel y, en su momento, Marx, quienes reclamaron la necesidad de que los hombres contáramos con una sola manera de poner las cosas.
En cualquier caso, a Sloterdijk le da lo mismo esa cuestión y, por otra parte, no es un pensador sistemático. Su modelo no es Schelling o Hegel sino las seductoras generalizaciones de Spengler; y su perspectiva crítica de la tradición, la misma que cabe imaginar en algunos de los pensadores con los que le gustaría identificarse: Bacon, Hobbes, Sade, Nietzsche o Bergson, con quienes comparte la misma mirada transversal y la misma condición de outsider. Por lo demás, Sloterdijk es demasiado listo como para dejarse tentar por el sistematismo filosófico, enfermedad que suele atacar a los filósofos cuando caen presa de la angustia de muerte. Como ya se mostraba en Esferas, su propuesta es mucho más modesta (y más fácil también). Consiste en un nuevo Gran Relato, aquella gastada metáfora de Lyotard; pero no para trazar una nueva construcción ideológica sino, literalmente, para contar las cosas de otra manera, lo que a fin de cuentas significa producir un nuevo mito cosmológico. El subtítulo, pues, le queda un poco grande, porque el trabajo de Sloterdijk no es filosófico, ni siquiera histórico, sino una fantástica operación literaria. En efecto, lo que tenemos aquí es un modelo narrativo para la historia de la cultura europea, pensado como representación del mundo en la época de la llamada globalización para acompañar, paliar, ponderar o enriquecer nuestra posmoderna, fragmentada y no obstante necesaria visión del Todo. Se trata -dice- de que, por una vez, abordemos la temática libres de la mirada bastarda de sociólogos, politólogos y periodistas apocalípticos que reflexionan con categorías que no han sido deducidas filosóficamente.
Como cabe a un mito, la narración no propone una explicación, porque entonces sería ideológica, sino una vertiginosa descripción. Primero, del modo como se constituyó el exterior del Globo, que se traza, se cartografía y se conquista en la época de los grandes descubrimientos, examinados como patrón originario de la circulación del dinero y de la representación europea del mundo, bajo el dominio de la banca y la Compañía de Jesús. Aquí la narración adquiere los visos de una epopeya del espíritu. En la segunda parte, bajo el emblema del Palacio de Cristal, presentado como epítome del mundo contemporáneo, Sloterdijk describe a la manera de un Spengler los hitos de nuestra modernidad, desde la cibernética y el consumo hasta la apología del homoerotismo y auge del turismo de masas pasando por la lucha entre neoliberales y terroristas islámicos, presentados como "mártires de la poshistoria". Si la primera modernidad era épica, la actual es tragicómica; y en ambas, observa la misma orfandad de un destino.
Como ocurre con todos los libros de Sloterdijk, el lector se complace de leer muchos pasajes memorables, de diabólica inteligencia (equiparar a Lukács con Himmler, comparar a los filósofos con las hijas cultas y sensibles de los mafiosos, recordar que el doble siniestro del terrorismo se encuentra en los medios de comunicación, que Negri y Hardt, también totalizadores, son "marxistas ultratardíos", o denunciar el bluff de las consultorías que han tomado el relevo de los grandes ideólogos, etcétera), sin dejar de referirse aquí y allá a la tradición filosófica pero siempre de soslayo. Pero justamente aquí está el punto débil de esta mirada tan inteligente e incisiva como superficial, porque una teoría que se pretende global no puede ser solamente especular, es preciso que también sea especulativa, o sea, bastante más que una operación literaria.
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