Horizontes perdidos de la transición
Lenta, pero inexorablemente, aflora un debate historiográfico y político sobre la forma en que se realizó la transición de la dictadura a la democracia en España, y cómo ésta afectó al sistema de libertades públicas que le siguió.
En los últimos años, asistimos a un calculado intento por convertir dicha restauración en una historia rosa donde todo dependería tanto de la voluntad personal del sucesor de Franco como de algunos de sus máximos colaboradores. Esta historia light viene a banalizar la aportación -anónima en muchos casos- de cuantos sufrieron torturas, cárcel, expulsiones, trabajos forzados, exilio... y que, entre miedo, sudor, sangre y lágrimas, se jugaron el tipo cuando no era políticamente correcto presumir de ello. Hoy sí que sobran los antifranquistas de pin.
De esta forma, el culto a determinadas personalidades contrasta con el silencio y la falta de reconocimiento hacia el esfuerzo de miles de personas, que tuvieron un gran protagonismo en la resistencia organizada al franquismo. El espíritu de reconciliación y concordia tiene un pecado original: no puede enterrar dicha aportación. Ni permitir que se ridiculice, añado.
A diferencia de lo sucedido en Alemania o Italia, aquí el régimen autoritario no fue derrotado. Más bien, fue adecuándose a una nueva realidad, resultado de una presión nacional e internacional, a sabiendas de que había que maquillar el futuro del Estado. La reforma era preferible a la ruptura. Ello explica que la transición fuera más favorable a las derechas, y que la izquierda, por el contrario, débil por la represión, en algunos instantes claves, optara por aceptar el sistema, las formas y los representantes que se le imponía. De haber existido entre esta dualidad un mayor equilibrio mediático, social e institucional; de haberse depurado ejército, funcionarios, jueces y cuerpos de seguridad; si se hubieran exigido responsabilidades, muy probablemente la realidad hubiera sido distinta.
A punto de aprobarse el proyecto de ley que otorga derechos y ofrece medidas a quienes padecieron persecución o violencia a causa de los hechos derivados del golpe fascista de 1936, cabe aplaudir sus intenciones sin que la voluntad de reencuentro deba significar anestesia colectiva. Sin embargo, se hace necesario denunciar que Manuel José García Caparrós, asesinado en las calles de Málaga el 4 de diciembre de 1977, quede fuera de esta ley, cuando la misma pone como fecha límite para ser beneficiario el 6 de octubre de ese mismo año (?). Desconocemos por qué esta última fecha no se ha fijado en el hito que marca la aprobación de la carta magna.
Así las cosas, cabe pensar que la citada ley es un punto de partida, y no de llegada, en el fomento de la memoria democrática desde las políticas públicas, y que por rechazar todos los organismos y leyes represivas de la dictadura, no debe marginar la suma de esfuerzos individuales y colectivos que significa. Afortunadamente, se ha superado el concepto de bando que, aún siendo pretendidamente igualitario, en realidad, resulta peyorativo por cuanto equiparaba las legítimas instituciones de la República con las derivadas del levantamiento militar como causa primera que provoca la guerra fraticida. La supuesta equidistancia entre estos hechos que, en realidad, justifica la ausencia de condena a este origen de la contienda, no puede comparar vencedores ni vencidos, ya que sólo los primeros rompieron las reglas democráticas e hicieron de la violencia arma política de Estado.
Con la Ley de Amnistía de octubre de 1977, una de las primeras medidas políticas del primer gobierno democrático con el respaldo de los grupos parlamentarios, se consiguió básicamente dos cosas. En primer lugar, vaciar las prisiones de los presos de la oposición, incluso, de algunos que habían cometido delitos de sangre. En segundo lugar, se aprobó con gran opacidad, una especie de punto final para los responsables políticos del régimen anterior. Dos artículos en concreto, impidieron perseguir a los torturadores y a aquellos que hubiesen cometido abuso de poder durante la dictadura.
En cualquier caso, resulta alarmante escuchar a determinados creadores de opinión pública afirmar que gracias al régimen franquista, o bien se trajo el desarrollo a España, o peor todavía, fue posible un tránsito pacífico a la democracia que vivimos. La memoria histórica es un patrimonio colectivo que atestigua la lucha por las libertades democráticas y los derechos sociales, y al velar por ella, hay que hacerlo con minuciosidad y rigor. Lo contrario es un flaco favor al futuro que merecemos.
Manuel Ruiz Romero es doctor en Historia y especialista en la Transición
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