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Columna
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Mutis por el foro

Tan pronto como en la Convención Francesa de 1792, un Sièyes escarmentado de los excesos del Terror defendía, sin éxito, la creación de un tribunal que garantizase el cumplimiento de la Constitución. Con la misma desconfianza hacia el abuso de poder que había llevado cinco años antes a los Padres Fundadores a atribuir al Tribunal Supremo en la Constitución de Filadelfia el control (jurisdiccional y difuso) de la constitucionalidad de las leyes, el revolucionario francés pretendía evitar que la Constitución fuese violada por la ley, que en el régimen asambleario no era ya tanto el fruto de la razón cuanto la expresión de la voluntad de una mayoría coyuntural.

No fue hasta el período de entreguerras, esta vez de la mano de Kelsen, que la idea de un Tribunal Constitucional caló en Europa. Identificando el concepto de Estado de Derecho con el principio de constitucionalidad de la legislación y de su ejecución, Kelsen introduce el Tribunal Constitucional en la Constitución austríaca de 1920 cuando, desintegrado el imperio austro-húngaro, se crea una república federal en la que, a pesar de su reducido territorio, aún conviven diferentes nacionalidades.

Pocos discuten hoy el papel del Constitucional en el desarrollo del Estado autonómico

Motivo este por el cual se atribuye también al nuevo tribunal la capacidad de resolver los conflictos competenciales que pudiesen darse entre los länder y la Federación. Un modelo que nuestra Constitución republicana de 1931 imitó con el Tribunal de Garantías Constitucionales (en el que, por cierto, cada una de las regiones autónomas tenía derecho a nombrar a un representante).

Concluida la segunda guerra mundial, los austríacos recuperaron la Constitución democrática y federal que Kelsen, exiliado desde 1931, había contribuido a redactar un cuarto de siglo antes. Su más original contribución, el Tribunal Constitucional, fue entonces, significativamente, incorporada a las nuevas constituciones democráticas de Alemania e Italia. Y, también a la conclusión de la Dictadura, a nuestra vigente Constitución que, siguiendo fundamentalmente el modelo germano, atribuye a nuestro Tribunal Constitucional competencias para garantizar la constitucionalidad de las leyes y la efectividad de los derechos fundamentales, y para resolver los conflictos de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas.

Pocos, si alguno, discuten hoy el esencial papel que nuestro Tribunal Constitucional ha desempeñado en el desarrollo del Estado autonómico. Incluso se ha llegado a poner el generalizado respeto que sus sentencias merecen como el mejor ejemplo de la estabilidad de nuestras instituciones, en contraste con las de la Segunda República que, como ha escrito hace poco uno de nuestros mejores constitucionalistas, el profesor Solozábal, empezaron a resquebrajarse definitivamente cuando la Generalitat no aceptó la declaración de inconstitucionalidad de la Ley catalana de cultivos de 1934.

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Una normalidad en la resolución jurídica de los conflictos políticos territoriales que ahora, sin embargo, se ve seriamente amenazada por la inverosímil controversia que atenaza al máximo intérprete de nuestra norma fundamental. Una controversia en la que, de rebote, se ha visto envuelta la razonable propuesta que en tiempos del Partido Popular se elaborara en la Xunta, encaminada a facilitar la participación de todas las Comunidades Autónomas (y no, como defendían los integrantes de la Declaración de Barcelona, de sólo las tres nacionalidades históricas) en el proceso de designación de los cuatro magistrados que la Constitución atribuye al Senado precisamente por ser la Cámara de representación territorial.

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