La pareja represora
Se lee El arte de amar de Ovidio, escrito a partir del año 1 a. de C. y se obtiene la sumaria impresión de que la estrategia amorosa apenas ha cambiado a lo largo de los siglos. Los celos, las infidelidades, las armas del halago y el regalo, la preparación de las apariencias incluida la depilación de los varones (entonces con piedra pómez) y el bronceado de la piel, el cortejo, la insistencia, componen un repertorio altamente familiar. Incluso una táctica especialmente estimada por Ovidio como era la interrupción del contacto amoroso por intervalos constituye una tendencia boyante en la evolución de la pareja actual.
No es necesario considerar este recurso como una artimaña calculada. La discontinuidad de las relaciones amorosas procede ya de la misma dinámica del mercado. Cada vez más cónyuges que trabajan fuera de casa tienen su empleo en diferentes localidades y se ven sólo de vez en cuando.
La discontinuidad de las relaciones amorosas procede ya de la misma dinámica del mercado
El fenómeno apenas empieza en España pero se registra con claridad en el conjunto de Europa y elocuentemente en Estados Unidos donde los matrimonios formados por conmmuters han pasado de 1,7 millones en 1990 a casi 4 millones en 2006. Algunos commuters se reúnen cada fin de semana, otros cada quince días y no pocos algunos días al mes.
La relación se mantiene, sin embargo, con insólita firmeza. O más aún, pervive tanto o más que aquella en que sus componentes duermen juntos a diario. Sin la independencia económica de las mujeres y el abaratamiento de los transportes no habría sido posible este modelo pero, a la vez, esta modalidad, hija del nuevo mercado, introduce un tipo de vinculación funcional y afectiva inesperado. Introduce un tipo de eslabón que, multiplicándose, altera la naturaleza de la familia y de la sociedad, de la paternidad y de la aventura amorosa.
Es duro decirlo pero la pareja constituida más o menos al modo tradicional encarna al mayor sujeto represor de nuestras vidas.
Por nuestra pareja lo condicionamos casi todo. Por ella renunciamos, nos avenimos, condescendemos, dejamos de salir o de alternar, cambiamos aficiones, de horarios, músicas, ropas, amigos. Todo ello compensa o recompensa pero no siempre viene a ser así, ni para siempre.
El commuter disuelve sólo en parte estas pegas pero ofrece una holgura a uno y otro que puede propiciar ( o no) una libertad tan necesaria como anhelada. Un espacio, en todo caso, para pacer, pensar o reconocerse a solas aparte de la tufarada conyugal puesto que de la nula integración entre el mundo masculino y femenino de hace medio siglo se ha pasado, en pocas décadas, al dictamen de los dos mundos iguales. De la imposibilidad de conseguir comunicación entre realidades sexuales y vivenciales tan ajenas se ha llegado a la exacerbada demanda de comunicación entre ambos mundos. El resultado, en no pocos supuestos, ha sido la frustración y hasta la carbonización mutua que, en forma de agresividad desplazada, lleva al máximo índice de audiencia las brutales Escenas de matrimonio en La Cinco.
Una agresividad que se potencia además porque la atmósfera del cambio, la aventura, la fluidez intersexual y personal son signos de la época. ¿Cómo conjugar pues el deseo de entrañarse con el otro y la disposición para experimentar la ventilación del mundo? Los commuters vienen parcialmente al quite. Los GPS permiten controlar las posiciones a casi cualquier distancia geográfica pero cabe desconectarlos. El contacto puede intensificarse a través de los muchos medios de comunicación pero, a la vez, los muchos medios de comunicación facilitan impensables contactos.
Nunca como ahora, con la decisiva ayuda suplementaria de Internet, las infidelidades llegaron a tanto. Y jamás la pareja mantenida durante años necesita valerse de mayores y más complicados recursos de simulación y disimulo.
Al contrario de la naturaleza fundacional y estable que la consagraba en los años cincuenta, la pareja es hoy una variante y no una constante.
Los factores que le dan sentido y argumento repiten, en lo esencial, los enunciados de Ovidio pero no precisamente por vocación de eternidad sino recuperando, en este mundo apartado de lo sagrado, los presupuestos, doblemente perfeccionados, de la paganidad
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