Descontentos y contentables
La anécdota suele datarse a comienzos del primer mandato de Manuel Fraga en la Xunta. En una reunión con empresarios y sindicatos, el portavoz de una central inició su turno: "Como representante de los trabajadores...". "Representante de los trabajadores soy yo, que para eso me han votado mayoritariamente", le cortó el presidente Fraga.
La voz cantante del empresariado intervino con la lección bien aprendida: "Nosotros, don Manuel, como siempre, a sus órdenes". Se difundió quizás como parte de aquella campaña de imagen que vendió al viejo líder conservador como alguien autoritario y cascarrabias sí, pero entrañable. Como Spencer Tracy, más o menos.
Ahora, en los primeros compases del bipartito, la imagen generalizada es que la acción que desempeña el Ejecutivo de coalición es decepcionante o alarmante. Gobernar es, en cierta forma, crear descontentos. Y los más descontentos, o los que más se hacen oír -descontada la oposición, que para esto está- son los sectores que están en los extremos del espectro.
Sería injusto no reconocer que la actual Xunta ha impulsado medidas progresistas
Por una parte están los que critican que la Xunta no responde ni de lejos a las expectativas depositadas. Con bastante razón, aunque también puede ser un problema de exceso de expectativas. Si ya en su época Emilia Pardo Bazán consideraba absurdo que un pueblo cifrase sus esperanzas de redención en formas de gobierno que desconocía, más lo es ahora esperarlo de una clase dirigente ya conocida.
Pero sería injusto no reconocer que la actual Xunta ha impulsado medidas inequívocamente progresistas, como la moratoria de construcción a menos de 500 metros de la costa, el Banco de Terras o el proyecto de reservar hasta el 40% del suelo para vivienda protegida, por citar algunos ejemplos. No es que sean precisamente la abolición de la propiedad (al contrario, se cuidan de precisar), pero al menos son decisiones que nos aproximan al ámbito europeo al que pertenecemos se supone que para algo más que para hacer negocios o poner la mano. ("En Holanda el Gobierno obliga a los que quieren enriquecerse a construir también vivienda social a precios bajos", decía el domingo en este periódico el arquitecto Jacob van Rijs, del estudio MVRDV).
La otra cara del descontento son una muy concreta parte de aquellos que teóricamente se cuadraban ante don Manuel. Teóricamente, porque los 16 años de mandato del Partido Popular se caracterizaron por un campar alegre de determinados emprendedores y una renuncia clara por parte de la Xunta de sus deberes reguladores, excepto en ámbitos puntuales como, por ejemplo, el de Pesca.
Nada que ver con una situación de libre competencia, como bien sabían los que no podían competir. El enjambre de minicentrales hidroeléctricas y de parques eólicos concedidos igual que los reyes absolutos otorgaban marquesados. Reganosa ubicada donde se ubicó porque le convenía únicamente al propietario de los terrenos, y con garantía gubernamental por escrito de que sería viable.
La promoción enconada de piscifactorías que no alcanzan siquiera el ratio de un puesto de trabajo por millón de euros de fondos públicos. O Serrabal. A principios de 1996, José Luis Villar Mir escribe a Fraga una carta contándole sus problemas con sus socios noruegos de Erimsa. Villar pide a su antiguo compañero en el Gobierno de Arias Navarro que haga uso de sus competencias administrativas y le adjudique otro yacimiento de cuarzo, usando de paso el argumento económico de que Noruega está expulsando a la flota española de sus caladeros. Poco después, otro amigo ministro ("Álvarez Cascos nos está metiendo en la década prodigiosa", en frase de Villar Mir) firma una indemnización de 895 millones de euros por pisar con el AVE una esquina de lo concedido.
El aspecto más positivo de la caída del Partido Popular fue la esperanza de que no se volviesen a producir esas prácticas. Hace ya casi 2.400 años, Aristóteles se resignaba a que, más que gobiernos perfectos, lo que se necesitaba eran gobiernos prácticos. El problema de la actual Xunta no es tanto lo que no hizo para descontento de unos como lo que parece que está dispuesta a empezar a hacer para contentar a los otros.
Si un gobierno no puede desarrollar políticas independientes de determinados intereses empresariales, quizás en lugar de elegir mediante el voto a quien gestione nuestros intereses sería mejor hacerlo mediante concurso de ofertas bajo plica. Por lo demás, como dice un filósofo algo más actual, Leonard Cohen, no hay que ser pesimistas ni tener esperanza.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.