Dos semanas en otra ciudad
Uno de los muchos inconvenientes de vivir en una ciudad como esta que tan amablemente nos alberga (ruidosa como ella sola, sucia hasta en las baldosas de la plaza de la Virgen, donde la gente no sabe caminar por las aceras sin formar atascos de mayor envergadura que los del tráfico rodado, en la que siempre estallan tracas con las que algunos tratan de sumar sin su permiso a sus conciudadanos a la jarana de su fiesta, etc.), consiste en esa deletérea indefinición vital que oscila, como si tratara de un trastorno bipolar, entre la aspiración a imitar el espíritu neoyorkino y la resignación de vivir a diario a la manera de Teruel, pongo por caso, que también existe. Tengo para mí que pocas ciudades más o menos grandes de nuestro entorno mediterráneo necesitan la brisa que le llega desde el mar con tanta urgencia, no ya por el espejismo de emprender grandes travesías marítimas como por la ensoñación de que, al otro lado de las olas, debe existir necesariamente otra cosa distinta a lo que dejamos a nuestras espaldas.
Sin ir más lejos, aunque se me escape el sentido exacto de esta restricción mental, es tradición que lo más florido de nuestros artistas e intelectuales se larguen de aquí en cuanto el bolsillo se lo permite, ya se trate de Blasco Ibáñez, de Sorolla (de quien ahora se expone con gran éxito una relamida muestra de sus habilidades costumbristas) o de Manolo Valdés, dispuesto a rellenar de meritorias versiones de la Dama de Elche las incómodas rotondas que tanto dificultan el tráfico de entrada a la ciudad los domingos por la tarde. Esa tradición persiste, incluso puede tomarse por una de nuestras irrenunciables señas de identidad, en la figura de los jóvenes o ya menos jóvenes artistas de la escena o del audiovisual que se largan a Madrid o a Barcelona con la esperanza de encontrar algo más estimulante que un paseo por la playa de la Malva-rosa en un atardecer otoñal.
Es un fenómeno de menor calado entre escritores y poetas, no se sabe si porque la mayoría son profesores de secundaria o funcionarios de la Diputación, de manera que según un horario laboral más o menos flexible han de permanecer en el tajo salvo que les toque la lotería de un puesto de asesor en una exótica delegación del Instituto Cervantes. Lo que ha cambiado es que antes lo más granado del paisanaje se largaba de aquí cuando había logrado cierto nombre en su terruño, mientras que ahora se exponen a lo que sea por ver de obtener ese nombre fuera de las murallas de una ciudad hostil, a la que acaso volverán por navidades sin que el regreso episódico concite grandes entusiasmos. La hemorragia de talentos que se fugan, con todo derecho y no poco fundamento en sus expectativas, es de tal envergadura que pronto no va a quedar en Valencia más que un puñado de aspirantes a ser reconocidos en otras latitudes, para visitar después su tierrecita y alzarse muy justamente con el santo y la limosna de una valencianía que han tenido que batallar muy duramente, en algunos casos, para cumplir con una denominación de origen que no les ha servido para mucho. Así que bien puede decirse que Valencia es una bicoca para turistas guiris o de mucha fortuna en su velamen, pero sin excesivos entusiasmos para los ciudadanos que no adoran a Rita Barberá.
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