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Columna
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Solsticio

El respetable se ha dividido entre el sulfuro y las carcajadas ante las declaraciones de Antonio Rodríguez Torrijos, flamante primer teniente de alcalde de Sevilla, sobre la iluminación navideña, que ya empieza a convertir las avenidas de la ciudad en escaparates de confitería. Cuando le preguntaron cómo un señor de izquierdas de su prosapia, curtido en los rigores del materialismo dialéctico además de diplomado en marxismo-leninismo, podía celebrar con el mismo desparpajo de un monaguillo la decoración de las calles con motivo de una festividad religiosa, Torrijos replicó que las bombillas no estaban ahí para saludar el nacimiento de nadie (que de eso ya se encargan las primas del gobierno), sino por un cambio de estación. Inspirado tal vez por el ejemplo de Robespierre, el concejal proponía reemplazar el nombre de la efeméride y dar a la fiesta del anís y la zambomba el título algo esdrújulo de Fiesta del Solsticio de Invierno. Lo cual, sospecho, convertiría los estribillos de los villancicos en trabalenguas y desorientaría sin remedio a los vendedores de belenes, pero no está tan próximo al disparate como quieren hacernos creer los quintacolumnistas de las hojas parroquiales. Al fin y al cabo, resulta un tanto indiferente bajo qué etiqueta se prenda el pabilo de los velones y cuál sea el rezo que anteceda al trinchado del pavo; basta con saber que al reunirnos en familia o lastrar un árbol seco de estrellas con brillantina y bolas en forma de sonajero estaremos repitiendo uno de los ritos más longevos de nuestros ancestros, uno que se remonta a tiempos mucho más borrosos y remotos que el pesebre y la degollina de los inocentes, y que tiene que ver con el ciclo agrícola anual. Los rostros de los dioses cambian, sus templos pasan de exhibir un peristilo a un patio de abluciones y una pila bautismal, pero el misterio del que son emisarios sigue permaneciendo idéntico a lo largo de las eras, reclamando su atávico sacrificio de pan, vino y polvorones.

La precisión algo pedante de Torrijos debería alegrar y conmover a sus convecinos más que llenarles la saliva de bilis: porque podría ayudarles a comprender que los humanos nos parecemos sospechosamente en todas las latitudes y épocas, que conmemoramos los mismos fastos asociados a la secuencia generativa de la naturaleza y que las divergencias de los libros sagrados, que a menudo sirven de arma arrojadiza, resultan sólo aparentes cuando se las observa más de cerca. Junto al de verano, nuestra noche de San Juan, el solsticio de invierno es la celebración de mayor edad de las que figuran en el calendario. Del 21 de junio al 21 de diciembre las jornadas van menguando y las noches crecen tras las ventanas, trazando un declive; y es en ese punto en que la luz vuelve a exigir terreno, a reclamar sus predios y apropiarse lentamente, con una paciencia de abeja, de los días que le han arrebatado. Los dioses nacen en invierno porque nos traen una esperanza: Apolo, Osiris, Mitra, Jesús, todos tocados con un halo solar, todos encarnados en el gallo que otorga nombre a la misa más famosa de la liturgia anual, llegan para advertirnos que la legislatura de la oscuridad ha terminado por agotarse y que la cuenta atrás para el crecimiento de las espigas y el rezumar de la uva en el lagar acaba de dar inicio. Por eso las botellas de champán y los cánticos arropan un júbilo mucho más elemental que el que podría aportar un niño alumbrado en un henar: el de la resurrección de las vides, el giro de la rueda dentro del gran eje cósmico, el alivio de haber cumplido un año más sobre la tierra y estar vivo para contarlo. Sí, tal vez esos acontecimientos sirvan para excusar la galaxia de bombillas que deslumbra nuestras ciudades y el saqueo ceremonial de la tarjeta de crédito. Hasta el diciembre que viene.

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