La democracia de Silvio
Escribir sobre Berlusconi obliga a entrar en el terreno de la bufonada. Porque de eso sabe mucho el ex jefe de Gobierno italiano, que a sus 71 años no tiene reparo en fotografiarse con una gran hucha para recoger fondos para su nuevo partido. Quiere llamarlo algo así como Partido del Pueblo de la Libertad en sustitución de ese producto de mercadeo (Forza Italia) con el que sorprendentemente llegó a gobernar por dos veces con no pocos problemas judiciales por los conflictos de interés de su emporio.
Ahora busca una tercera, pero sus socios de la coalición conservadora -la Alianza Nacional de Fini y los democristianos de Cassini- no aplauden su proyecto. Tampoco la Liga Norte de Bossi. Le sugieren que negocie con la coalición gobernante de centro-izquierda de Prodi la reforma de la ley electoral -de la que él es el padre y el gran causante del actual caos político italiano- y luego precipite la caída del primer ministro y las elecciones anticipadas. Pero Il Cavaliere no acepta consejos. Se escucha a sí mismo mientras la legión de aduladores le repiten "¡Silvio, qué grande eres!". Si Walter Veltroni y Prodi arrastran cuatro millones de personas para votar el nacimiento del Partido Democrático, él asegura que ha recogido ya cerca de ocho millones de firmas para presionar al Professore a dimitir. ¿Qué importa que haya un Parlamento? Él prefiere la democracia directa, plebiscitaria, aquella en la que lo mismo le piden que vuelva a Palazzo Chigi como jefe del Gobierno que fichar a Ronaldinho para su querido Milan.
Todo es un exceso en la personalidad de sua emittenza. Tan pronto insulta a un eurodiputado alemán tildándole de jefe de campo de concentración como canta a dúo una canción napolitana en su formidable villa de la Costa Esmeralda convertida en una especie de Disneylandia en una fiesta de despedida del verano. O se queda prendado de una modelo, con la que se iría al fin del mundo, lo que provoca una carta pública irritada de su mujer. Berlusconi es una excepción en el mundo gris de los políticos. Pero sus actos no son admirables. Al contrario. Rayan en el abuso, en la ilegalidad. Si no fuera por los daños que produce y porque la política es algo más serio, le daríamos las gracias por lo mucho que nos hace reír.
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