¿Quién paga todo esto?
Como decía ayer en el informativo de Hora 14 de la cadena SER un buen amigo periodista, pagar impuestos era casi un título de nobleza, una forma de acceder a la plena ciudadanía y de ingresar en la democracia inicial, aquella en la que sólo formaban el censo de electores los contribuyentes.
Ahora, por el contrario, los líderes políticos se deslizan por la pendiente opuesta. En vísperas de los comicios del 9 de marzo todos se afanan por dejarnos exentos de presentar la declaración de la renta. Como los feriantes, se esfuerzan en ofrecer desde sus respectivos chiringuitos nuevas dádivas en forma de cheques bebé, de guarderías, de ayudas múltiples, mientras al mismo tiempo señalan que recortarán los impuestos directos.
La supresión de impuestos tiene un efecto colateral: desprestigiar lo público
La pregunta que surge es la misma que formuló el escritor Josep Pla recién llegado a Nueva York al observar la ciudad convertida en un ascua de luz. Entonces se averigua que pueden disminuir los impuestos directos mientras sigue subiendo la presión fiscal que soportan los ciudadanos conforme viene sucediendo en las últimas legislaturas. Es decir, que luego vienen los impuestos sobre los hidrocarburos, el IVA, el IBI, el IAE, el encarecimiento de los transportes públicos, la erosión que el IPC causa sobre los salarios, las tasas sobre infinidad de actos, la creciente fiscalidad municipal y la incipiente autonómica. Es decir, los gravámenes que se aplican de igual modo a cualquiera de los ciudadanos, ya se trate de un caballero como Amancio Ortega que ha levantado de modo ejemplar su imperio y ha creado tantos puestos de trabajo o de los que siguen la función a pie.
Recuerdo que cuando en 2004, durante la anterior campaña presidencial de Estados Unidos, se planteó la eliminación de los impuestos de sucesión en aquel país hubo un escrito firmado por algunos de los titulares de las grandes fortunas, como Bill Gates, donde se declaraban contrarios a esa medida. Argüían que el impuesto de sucesión era por completo concorde con la forma en que se había hecho América y que suprimirlo supondría dar ventajas excesivas a la herencia, a la inercia parasitaria, en contradicción con la prima al esfuerzo personal de cada uno, que era a su entender el valor decisivo a preservar. Pensaban que la supresión que se proponía iría en la línea contraria de lo que supuso el fin de la aristocracia característica de Europa, con efectos que de modo tan lúcido analizó Alexis de Tocqueville en su libro La democracia en América.
En efecto, si las cartas quedaban marcadas de salida de modo tan indeleble, la consecuencia sería según los próceres firmantes, el fin del sueño americano, la anulación de las oportunidades reales, es decir, el regreso al fatalismo social y a la consagración del parasitismo.
Sin premio suficiente al esfuerzo nadie confiaría en la aportación de talentos y esfuerzos propios, ni se sentaría a la mesa para pedir cartas.
Aquí, sin embargo, sigue la subasta imparable para eliminar el impuesto de sucesión y por eso el secretario general del Partido Socialista de Madrid, Tomás González, fue capaz de anticiparse a la presidenta de la Comunidad de Madrid y del PP de la región, Esperanza Aguirre, que ha presentado ya una ley en la Asamblea parlamentaria en ese sentido.
Las ofertas de suprimir impuestos y añadir atenciones varias a la infancia, a la juventud, a los maduros y a la tercera edad, referidas a la salud y la enfermedad, a la formación, a los que buscan piso, a los mileuristas y a quienes se esfuerzan en constituir un fondo de pensiones, van en paralelo pero se formulan de tal manera que tienen el efecto colateral de desprestigiar el servicio público. Nos hacen titulares de nuevos derechos pero a continuación nos dicen que los bienes a que tendremos acceso nos serán dispensados por gestores privados. Ese proceder se ensaya en el servicio de salud o en el de los ferrocarriles, cuya eficiencia termina coloreada por la rentabilidad con los resultados que hemos visto en los Railways británicos, destrozados por los Gobiernos conservadores de Margarita Thatcher.
Todo se calcula además como si ya no hubiera ciclos económicos conforme a la doctrina de Cristóbal Montoro, como si siempre se cumpliera la curva de Laffer según la cual la disminución de impuestos se traduce en aumento de la recaudación fiscal, como si el aterrizaje de la burbuja inmobiliaria fuera cosa de otro país, como si los delirios de El Pocero de Seseña (consúltese el libro de ese mismo título que han publicado en editorial Debate Ruth Ugalde y Alejandra Ramón) tuvieran asegurada duración indefinida. ¿Para cuándo la combinación del optimismo con la observación de la realidad?
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