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Columna
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Circo

El circo planta su carpa, pero ahora, además de traer la alegría, trae la queja. El circo es el paria de las artes escénicas y aunque las instituciones lo declaran patrimonio cultural y prometen apoyarlo, a la hora de la verdad se muestran remisas con las subvenciones, quizá porque algo les hace desconfiar de un asociado al que le sale un chorrito de agua del sombrero. Pero la causa profunda de este ocaso no es la penuria, sino el desinterés del público.

Tiempo atrás el circo era el mayor espectáculo de un mundo mayoritariamente rural, en el que adiestrar animales domésticos y domar bestias feroces tenía relevancia. La naturaleza salvaje no era un enfermo terminal, sino un enemigo al que el hombre se enfrentaba en inferioridad de condiciones. Verla sometida daba alegría, no tristeza.

Más ha cambiado nuestra apreciación del riesgo. Los accidentes laborales y de carretera nos han quitado las ganas de ver a un acróbata a un tris de partirse la crisma. Hoy los trapecistas llevan protección, pero sin el factor de la angustia, sus piruetas sólo son ejercicios gimnásticos vistosos.

En cuanto a los payasos, sólo puedo decir que de pequeño me daban miedo y luego, sopor. Me aburre toda expresión humorística que presupone su comicidad en vez de crearla: a las muecas, gritos, tropezones y collejas no les veo la gracia.

Lo que queda no es fácil de definir: el romanticismo caduco de unos seres ambulantes y enigmáticos, resabios de caja de música y juguetes de hojalata; el olor a serrín y a animal enjaulado, la música estridente y el estallido del látigo. Imágenes reemplazadas hoy por vestuario y coreografía fantasiosos y algo horteras.

Pero no quiero perjudicar a nadie. Sé que circo tiene adeptos y, sobre todo, artistas con vocación y empeño. Y las subvenciones, que se las den, por favor. Más dinero se gasta en otras payasadas.

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