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Columna
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Nunca solos

Quizá por no ser nacionalista, me resulta sorprendente que Escocia pretenda, a estas alturas de los siglos, separarse del Reino Unido. O que los flamencos quieran poner en entredicho su unión con los valones en el reino de Bélgica. Comprendo, eso sí, que la historia de las naciones y los estados es suficientemente complicada como para servir de coartada a la existencia de grupos insatisfechos e incluso separatistas. Eso lo entiendo. Pero que esos grupos no tengan más alternativa a sus insatisfacciones que la independización de sus destinos, ya no lo entiendo.

No puedo compartir, en el caso de ninguna nación europea, sea independiente o no, tenga Estado propio o carezca de él, los argumentos a favor de la quiebra de las uniones políticas, sobre todo si gozan de una consolidada experiencia histórica, como es el caso de la británica, de la belga o también, por cierto, de la española. No estoy de acuerdo con que, sobre esa base y la experiencia de la integración supranacional europea, se priorice lo diferencial sobre lo común. Hasta me mostraría más comprensivo con que, si eso que digo común no existiese, nos pusiésemos a la obra de inventarlo. Porque creo que el mundo ha llegado a una etapa en la que las legitimidades pretéritas valen menos que las futuras, por mucho que aquellas tengan raíces y éstas otras aún se anden por las ramas. La verdadera historia de los pueblos, hoy por hoy, es la que todavía está por escribir.

La integración cultural es una garantía para la diversidad. La autarquía resulta suicida

En lo práctico es obvio: las naciones europeas, ni siquiera las más grandes y unidas en sí, ya no disponen de fuerza suficiente para garantizar a sus poblaciones la prosperidad a que tienen derecho. Y aun digo: que ninguna de ellas, tampoco las que conserven todavía más firmes sus señas de identidad, podrían aspirar a preservarlas al margen de los marcos institucionales de soberanía compartida, como lo es, por cierto, la Unión Europea. La integración supranacional es, como cada día se me hace más evidente, una garantía insustituible para la supervivencia de la diversidad cultural. La autarquía cultural, por el contrario, es suicida.

Claro que también entiendo que decir todo esto que yo digo a un nacionalista es como pedirle que si ha de serlo lo sea poquito, sin querer llegar nunca a las últimas consecuencias de su opción política. Y eso es contradictorio, ya lo sé. Razón por la cual yo no soy nacionalista. Porque creo que la dinámica del porvenir exige tantas matizaciones a las banderas que, en realidad, a poco que uno lo piense, es el izarlas poco definitivo y consistente.

Me gusta reconocer a España como una nación de naciones. Tanto en una como en las otras soterro mis propias raíces personales. Y me gusta recorrer Europa, llegando hasta los mojones reconocibles de mi pasado, aunque no perteneciese yo necesariamente al bando de los que lo mandaron escribir. Al fin y al cabo y a pesar de ello, también es el mío. Pero, en cualquier caso, lo que yo quiero es cabalgar la Historia mirando hacia adelante, al futuro, asumiendo que las naciones ya no son ni dejan de ser más que una referencia, pero no única; que el tiempo que las hace nacer también las muda, obligándolas a recrearse -sin desdibujarse, que tampoco yo lo quiero- en el páramo de la globalización.

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Hubo un tiempo en el que en algunas naciones europeas se proclamaba con emoción el lema Nosotros solos. Todavía es el nombre de uno de los partidos nacionalistas de Irlanda: Sinn Féin. Pero si ese sentimiento emocionado provino alguna vez de una razón, hoy creo que ya no. Yo, ahora, me inclinaría, más bien, por un "Nosotros, siempre; solos, nunca". Vivimos en otro tiempo y son otras las verdades.

Me inquietan, pues, el bloqueo belga que promueven los valones, la advertencia separatista de los nacionalistas escoceses, el temor al "alejamiento" catalán contra el que previene José Montilla, la maniobra confusa y confundida de Juan José Ibarretxe... Marcan rutas equivocadas. Retroactivas, hasta diría. Que ponen en riesgo no sólo la unidad plurinacional sobre la que se yerguen todos, completamente todos, los Estados europeos, sino también la preservación de las señas diferenciales que sus promotores dicen querer defender por encima de cualquier otra cosa. Se equivocan. Las encierran. Y acabarán ahogándolas.

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