_
_
_
_
Crónica:VÁMONOS AL DIABLO
Crónica
Texto informativo con interpretación

Hotel de paso

Desangelado, semiclandestino y de medio pelo, el hotel de paso, o albergue por horas, se camufla a medio camino entre el burdel y el hotel turístico y florece al margen de la moral y del control policial. Quizá por eso suele ser escenario aventajado de ceremonias secretas y rituales privados, como los que ofician Lolita y Humbert, su viejo amante, en los 342 moteles de carretera donde los hace pernoctar Nabokov. El famoso hotel California, de la canción de los Eagles, donde el viajero encuentra espejos en el techo y champaña rosa con hielo ("mirrors in the ceiling, pink champagne on ice"), es un lugar celestial que puede llegar a ser un infierno, o más bien al contrario, según se lo vea ("this could be heaven or this could be hell"). Entre los que se alinean cerca del aeropuerto de Bogotá, hay uno muy concurrido, el Coconito, al que la gente llama el Gonococo, y en México existe otro que se llama el Muy, sin que se llegue a especificar de qué muy se trata. Amantes tuberculosos se ponen cita en un oscuro cuarto de hotel en Los adioses, de Onetti, y también en La perorata del apestado, de Gesualdo Bufalino. En el Desert Song Motel, Nicolas Cage se encierra a tomar trago hasta morir (Adiós a Las Vegas); en un baño del Bates Motel, Alfred Hitchcock monta el asesinato brutal de una secretaria (Psicosis); depresivos amores tienen lugar en el aislado Costa Verde Motel (La noche de la iguana, de Tennessee Williams). La visita de una misteriosa dama solitaria causa estragos en el caribeño Motel Tulán (Cualquier miércoles soy tuya, de Mayra Santos Febres), y en el Motel Pato Alegre, el camionero Manolo Jarales se bate a navaja por defender a su niña de una patota de malos (Cachito, de Pérez-Reverte).

Tengo fresco en la memoria el aspecto exterior de un cierto hotel de paso que se atravesó en mi camino, hace ya muchos años. Se trataba, de eso estoy segura, de una mole de cemento indestructible y gris, como quien dice un monumento eterno al amor por un rato. Pero por más que me esfuerzo, no logro recordar cómo habrá sido su interior. Quisiera recuperar algo pequeño, específico, que me ayude a darle intimidad y consistencia al recuerdo, como por ejemplo esa colcha de textura viscosa y de color mareado, digamos que vinotinto, objeto deprimente en cualquier otra circunstancia que no hubiera sido aquélla. O esa cortina plástica de baño, tal vez azul. ¿O verde? Verde con diseño de burbujas. A partir de ahí voy jalando los hilos de la memoria, a ver qué más le extraigo, pero sólo aparece el par de tazas de té mal servido que el room service nos hizo llegar por entre una discreta ventana giratoria, agua tibia apenas coloreada por bolsitas de té mustio y azúcar en cubos.

Voy a llamar a Felicitas Otamendi, a su casa de Buenos Aires, para consultarle. No debe tener idea, ni ella ni nadie; ando tras la pista de algo que ya ni siquiera existe. Pero antes de llamar, convendría un golpe de Google. Chuzo las teclas: Molino Azul Buenos Aires. Y aparece. Al divino Google, que está en todas partes, nada se le escapa, ni siquiera un telo porteño de los años setenta. Telo: tel-ho, hotel, el término lunfardo para hotel transitorio, porque así les dicen allá, transitorios, aunque en realidad no haya hotel que no lo sea. Resulta que el Molino Azul todavía existe y la prueba es que en pantalla aparece la foto de la fachada, aunque no tan gris como en mi evocación, más bien color moras con leche, o sea, que la pintaron. O que aquella tarde la lluvia hacía ver todo oscuro. Porque estaba lloviendo, eso puedo jurarlo; Buenos Aires había desaparecido bajo el aguacero.

A Felicitas le pregunto si quiere hacerme un favor extraño, pegarse una pasadita por un telo llamado Molino Azul, en la calle Salguero, para echarle un vistazo y contarme. Le explico que es para algo que estoy escribiendo.

Ella le entra enseguida al plan y me envía un primer e-mail que dice: "Esto está suculento, querida; he averiguado que el Molino Azul ofrece varias categorías de habitaciones. ¿Querés la más barata? ¿La de lux? ¿Ducha escocesa o baño romano? Pienso ir el jueves con un amigo que se ha ofrecido a acompañarme sin compromiso. Baci, Felicitas".

Unos días más tarde, me manda un informe detallado. "La puerta de ingreso es discreta", dice, "no hay carteles ni signo alguno que permita identificar el lugar como albergue transitorio. Sin embargo, sobre una de las paredes exteriores hay pintado un gran molino, obviamente azul. Se ingresa a un hall chico y a la izquierda está la caja, tras un vidrio espejado que te protege de los ojos de quien cobra".

Sí, de acuerdo. Ahora que ella lo dice, me parece estar viendo la mano anónima que te entregaba la llave a través del agujero en el vidrio ahumado. ¿La llave de la felicidad? A lo mejor; si no la felicidad completa, al menos dos horas de ella, porque cumplido ese lapso te sobresaltaba el estrépito de un timbre, indicación perentoria de que debías hacer mutis por el foro, o resignarte a pagar tarifa doble.

Me habla Felicitas de una fuente de yeso con una especie de angelito, al parecer metafórico, que sostiene un ánfora de la cual parte un chorro de espuma que cae sobre una gran concha. Su amigo paga en la caja el equivalente a diez dólares y les adjudican una habitación de lux, por una hora. "Huele a desodorante ambiental barato y dulzón, mezcla de mermelada y desinfectante, el olor característico de todos los telos del mundo, lo sé por experiencia", me escribe ella.

Sí, ése debía ser el olor, exactamente. ¿Pero el ángel, el chorro de espuma, la gran concha? Por entonces no debían existir, o los recordaría. "La habitación mide alrededor de cinco metros por cinco y está decorada en un art déco de pacotilla". Una vez dentro, Felicitas y su amigo se divierten tomando las fotos que me hacen llegar después. Contra el fondo de mampostería de cartón pintado aparecen ellos dos, altos y estupendos ambos, de abrigo, botas y bufanda, sobre la cama, en el baño, contra los espejos. En particular un espejo enorme, hexagonal, con todos sus lados desiguales, que a todas luces es la pièce de rèsistance del conjunto.

Me vuelve a la memoria una larga fila de parejas, muchachos y muchachas jovencísimos, como debíamos serlo también nosotros, que esperaban habitación abrazados o agarrados de la mano, sin vergüenza ni secreto ni recato, más bien conversando en voz baja, como quien hace cola para entrar a un cine de estreno. Alguno habría allí transido de amor, de timidez o deseo, incluso de emoción sacramental; al fin de cuentas en aquel lugar estrafalario se oficiaban en secreto íntimos rituales. Debía ser viernes, o sábado, porque la espera era larga. No se veía mucho jefe con su secretaria, prostituta con su cliente o cuarentón adúltero; lo que mayormente había era puro estudiante, de ese que aún vive con sus padres y ahorra durante la semana para llevar a la novia a un refugio lo más lejano posible del control paterno. No asomaba por allí nadie que insultara, que señalara con el dedo o armara escándalo; el Molino Azul, pese al angelito con ánfora y al olor a desinfectante, fue para nosotros territorio liberado en medio de la agresividad moralizante de esos tiempos de dictadura. Por gajes de la militancia clandestina, no podía yo conocer la casa de él ni él debía pisar la mía, y por eso sucedió, una que otra tarde, que aquel Molino Azul supo ser nuestra casa.

Me inquietan dos apartes del informe de Felicitas, según los cuales "la bañadera está discretamente oculta tras un bastidor de vidrio esmerilado" y "la colcha es de plush color durazno con cojines assortis". ¿Colcha de plush durazno y vidrios esmerilados? ¿O sea que van a resultar espurios hasta los más recónditos de mis recuerdos, es decir, la colcha de raso color vino y la cortina de baño verde con burbujas?

Hay que reconocerlo, esta habitación de las fotos no es la misma que conservo en la nostalgia. Pero tendré que aceptarlo, aunque sea descorazonador que te modernicen los recuerdos: el Molino Azul optó por el upgrade y le entró a la remodelación con toda la furia. Y como hasta en el más ruin de los hoteles renuevan el ajuar de tanto en tanto, esa cortina verde sigue siendo la mía, y esa colcha de raso sigue siendo mi colcha. -

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_