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Columna
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La niebla

El barco desde el que Rafael Alberti vio por primera vez Nueva York se llamaba Bremen. Era una mañana de 1935 y la niebla ponía especial cuidado en ocultar Wall Street. El poeta no dudó en que se trataba de ocultar el crimen, porque de allí salía un enloquecedor vaho de petróleo, un rumor de territorios y yacimientos lejanos convertidos en cifras.

Alejado de España por las graves tensiones políticas del momento, Alberti viajaba por América y escribía un libro contra el imperialismo. Cuando Pablo Neruda leyó 13 bandas y 48 estrellas, pensó que un poeta español había compuesto el libro sobre la pobreza y la explotación de Latinoamérica que le hubiese correspondido publicar a un poeta americano.

Pero Neruda no era aún el autor comprometido que nació con la Guerra Civil española, cuando vio correr la sangre por las calles de Madrid. Neruda cantó el dolor de España, porque poetas españoles como Alberti le habían puesto voz a las heridas de América. La poesía política buscaba aún sus tonos y sus recursos estilísticos.

Con unos versos libres de tono casi surrealista, se describía el paisaje del imperialismo norteamericano. Con unas guajiras burlescas, se explicaba que el dinero de Wall Street no era un patrimonio de los hombres y las mujeres que se levantaban a diario para trabajar en los talleres y las oficinas de Norteamérica, sino la fortuna de unos banqueros sin límites ni raíces.

El dinero no suele tener patria. Al ritmo de las estrofas clásicas, la música popular o las formas vanguardistas, Alberti escribió sobre las grandes matanzas en las plantaciones bananeras o sobre la invención de Panamá. A Colombia se le robó una parte de su territorio, para que se construyese un canal clave en los intereses comerciales y militares del negocio yankee. Todo lo fue contando el poeta en su libro. Entonces era fácil descubrir la luz bajo la niebla neoyorkina.

Hubo norteamericanos que ayudaron en su viaje al escritor andaluz. Y eso es lo que a mí me ha parecido siempre más poético. Las naciones cierran filas y confunden la esperanza de sus gentes con el dinero sin patrias de los bancos, con las cifras de las grandes empresas, con la prepotencia de sus Jefes de Estado y con las conjuras sigilosas de los golpistas. Sin matices, sin voces discordantes, en nombre de los intereses nacionales, todo el mundo disculpa los errores propios para acentuar los defectos del adversario.

De pronto hay algunos ciudadanos que se quedan solos, fieles a su conciencia, al margen de las banderas y de las consignas. Alberti encontró a norteamericanos que no se identificaban con el imperialismo atroz sufrido por las tierras del mar caribe. Eran norteamericanos capaces de criticar los equívocos diplomáticos de sus autoridades.

La soledad de las voces disidentes es más poética que los sonetos y los versículos surrealistas. Siempre me he preguntado qué sentirían los ciudadanos extranjeros en su propio país, los individuos que se niegan a vivir como súbditos, las voces que no asumen el silencio o el halago incondicional, los seres raros que no aplauden a sus banderas, sus banqueros y sus jefes (hagan lo que hagan).

Ahora ya lo sé, aunque la niebla de hoy es mucho más espesa, porque no deja descubrir ninguna luz. Alberti podía identificarse con intelectuales y líderes que luchaban contra el imperialismo. Cuando buscaba a Cuba dentro del piano de su madre en la Bahía de Cádiz, Alberti cantaba a Martí, Marinello, Zapata o Sandino. Resulta imposible, sin embargo, identificarse con un personaje como el caudillo Hugo Chávez.

Los ciudadanos que se alejan de los suyos no cuentan con el consuelo de admirar a los otros. Sólo son reales la miseria extrema, los resultados insaciables de los especuladores, la demagogia, el desamparo y la soledad. Entonces, ¿al lado de quién? Siempre de los que sufren.

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