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Columna
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La segunda vida (del arte)

Gran parte de lo que se conoce como arte electrónico consiste simplemente en leer. Leer de izquierda a derecha, de arriba abajo, periféricamente. Sin focalización, sin jerarquías. Leer imágenes yuxtapuestas, simultáneas. El arte electrónico es policéntrico. El espectador se deja asaltar por nuevos y constantes centros de atención ajenos a toda quietud contemplativa. ¿Dónde está la obra? ¿Dónde sus límites? Ésta podría ser una de las razones del atractivo de los formatos electrónicos en las bienales.

La estética del arte electrónico es una estética de la actuación que desafía la existencia del artista tradicional. El happening y la performance, surgidos a finales de los cincuenta a partir de los conceptos clásicos de pintura y escultura, fueron los primeros pasos en el camino hacia la ruptura de los límites del arte. Desde entonces, el ojo no ha parado de moverse, y aunque no tiene los apetitos y deseos en el sentido corriente —frente a la imagen estática de un Tiziano o un All Over de Jackson Pollock— juega a tenerlos.

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El alma electrónica

En la escena de la estética electrónica, la ilusión sustituye a la representación, las imágenes punteadas a la realidad. El movimiento y el sonido destruyen la irradiación del aura. ¿Importa mucho esa pérdida en medio del mar de ideas, exigencias y pretensiones de los macroeventos artísticos? Nos equivocaríamos al querer contestar. La esfera angélica de la obra artística existe en la fantasía del que la ve y la interpreta, en una mutua soledad, más allá de los campos de exterminio institucionales.

A veces se da la paradoja de que un museo, por así decir, clásico como el MOMA de Nueva York, expone sus obras maestras de acuerdo con los cánones nihilísticamente seductores del espacio. Desde su reapertura en 2004, la arquitectura diseñada por Yoshio Taniguchi para el panteón artístico neoyorquino se ha mostrado implacable, pero también irritante, pues prescribe una colección de objetos casi desapasionada, sin conmoción, dispuesta para que el espectador navegue por las salas atolondradamente, abandonado a una historia sin historias ni conexiones, desplazadas las obras de su contexto, disueltas en el espectáculo de enormes salas y ventanales preparados para el vértigo.

Así, somos capaces de leer la modernidad como un relato fantástico, no muy diferente de lo que sería una vivencia intensa en un mundo virtual, una cita a ciegas en una isla desierta de Second Life. El visitante sale del MOMA profundamente desapegado tras haber vivido una experiencia que nunca ha conocido.

En 1988, el artista australiano Jeffrey Shaw creó la obra La ciudad legible, una urbe virtual que el visitante de un centro de arte podía recorrer subido a una bicicleta plegable, mientras pedalea por calles que en realidad son letras tridimensionales generadas con un ordenador. A partir de la planta de ciudades reales —Manhattan, Amsterdam, Karlsruhe— Shaw sustituye la arquitectura real por un texto que da como resultado una nueva identidad del espacio público. Recorrer esas ciudades es un viaje de lectura. Escoger un camino significaba decidirse entre varios renglones y sus yuxtaposiciones espontáneas.

La Versión Manhattan, basada en el área real entre las calles 34 y 66, y las avenidas Park y 11 de la ciudad, contenía textos, a la manera de monólogos, del ex alcalde Koch, Frank Lloyd Wright, Donald Trump, un guía turístico, un estafador, un embajador y un taxista. El espectador efectúa, a través del manillar y unos pedales conectados a un ordenador un control interactivo de la dirección de la marcha y la velocidad y sigue el camino de una narración determinada en función del color de las letras.

Como pragmática artística, el trabajo de Shaw hubiera podido servir de transporte virtual por Münster, durante la cita del pasado Skulptur Projekte, última estación del eufemísticamente llamado Grand Tour que incluyó la Bienal de Venecia y la Documenta de Kassel.

Prácticamente todos los trabajos presentados en la ciudad alemana de Münster durante este verano eran esculturas abandonadas a la mirada desconcertada del visitante. Muchos objetos, algún vídeo debajo de un puente, esculturas ensimismadas… La mayoría de sus autores entendieron el objeto —provisional— en el espacio público como volumen y como idea. La escultura había matado a la estrella electrónica. Una simple y adecuada lectura en bicicleta por las calles de Münster habría bastado para hacer que el ojo se abriera aún más a su naturaleza desconocida. Una suerte de espacio en blanco en la ya de por sí desnuda y avergonzada segunda vida del arte y todos sus avatares.

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