La mujer del césar
No sólo hay que serlo, hay que parecerlo. ¿Por qué los novelistas, unos más, otros mucho más, nos creemos la mujer del césar? Porque gusta sentirse serios -quizá prestigiados- en un mundo que por lo visto es perfectamente serio y, aunque no demasiado, todavía halaga a quien escribe con empaque y suscita controversia en el grado justo. De ese modo, la narrativa se vuelve hermana pequeña del sensacionalismo. Y sólo la pornografía se toma más en serio a sí misma que el sensacionalismo. En consecuencia ¿qué es lo debido? Si se cuentan hechos históricos, o crudamente políticos, el tratamiento del asunto lucirá tan grave como el asunto mismo, se verá acompañado de un aparato propagandístico con dosis de "¡cómo está el mundo, Facundo!" y unas gotas de historia, o historia de la filosofía, o filosofía de la historia, da lo mismo, mientras tales materias permanezcan medio narcotizadas en un apacible nivel de bachillerato. Así se crean polémicas, carne que roer en los huesos publicitarios y en la cultura de medio pelo.
"Me gusta atraer al lector y luego hacerle cosquillas tras la oreja para ver cómo se vuelve bruscamente" (Nabokov)
Pero se descubren fabulosas excepciones. Daré un ejemplo. Tomaré unos hechos. Explicaré el relato. Mantendré una incógnita.
En los borrascosos años treinta, y desde París, los agentes soviéticos Willi Münzenberg y Karl Radek organizan una red que derivará en la primera organización moderna de acciones encubiertas, ya sean de propaganda entre la izquierda liberal ("colirio estratégico para idiotas", según Radek), ya se trate de secuestros y asesinatos. El objetivo es ganar para la Unión Soviética la simpatía de Occidente, mientras Stalin estrecha lazos con Hitler bajo mano. En este contexto de neblina, se lleva a cabo una operación a tres bandas entre el NKVD, la Gestapo y la red parisiense de Münzenberg y Radek, con el fin de falsificar pruebas para la eliminación del más prestigioso militar soviético, el mariscal de campo Tukachevsky. Se trata de asesinar en la capital francesa al general Miller, líder de la casi simbólica Unión de Veteranos Zaristas. Esa patética asociación también funciona como tapadera para agentes soviéticos. Entre ellos, el general Skoblin, quien emboscará a Miller en su rapto y homicidio. La esposa de Skoblin es la famosa cantante de baladas rusas Nadia Pleviskaya. El asunto es que a la Pleviskaya se le escapan dos detalles: su marido también trabaja para los nazis y la alianza encubierta entre Hitler y Stalin. Cuando asesinan a Miller y ejecutan a Tukachevsky, la que fuera gran diva se encuentra, no sin pasmo, con que Skoblin ha huido a Berlín y a ella la encarcelan por el cargo de ser, en un mareo de simulaciones, y qué coincidencia, una mala mujer de un mal césar.
¿Ha habido un tratamiento literario de estos hechos? Sí. ¿Quién lo hizo? Adelanto que fue escrito en 1943 y eso puede llevarnos a sospechar que el autor fuera un novelista de género, quizá Eric Ambler; o de melodramas con trasfondo bélico o prebélico, quizá Erich-Maria Remarque; o de pleno compromiso político, quizá aquel que nunca firmó como Eric Blair. Pero los Eric no fueron. Gusten o no, deseaban ser y parecer al mismo tiempo.
Esos hechos tan jugosos para un narrador entregado a explicar su obra y el mundo, dieron pie a un relato que desde luego es y, lo más importante, no lo parece. Ni de lejos. Quien ignore la realidad histórica de la anécdota se encuentra con lo siguiente: vamos al cine a ver una mala y grandilocuente película de la UFA o de la Metro cuya protagonista es una cantante y actriz tan glamurosa como horrible. Hay canciones sobre remeros del Volga, hay batallas en la estepa, hay conspiraciones en los portales de un París lluvioso, hay trampas y sobre todo hay cartón y mucha guasa en torno a ese cartón. Todo el kitsch que emana la cantante es el kitsch del mundo. Todo el glamour oculta su verdadera grosería estética en esta frase: "Aquella cosa pequeña y dura, su alma, surgía de la canción, pero el temperamento sólo llegaba a simular un remolino, jamás logró convertirse en torrente libre". El relato se empeña en no querer contar lo que debe, pero lo cuenta, y muy duramente. Porque uniendo falsa materia artística de un mundo que acaba de desaparecer, todo ese kitsch, no sólo habla en plena guerra de la gran mentira y la inmoralidad que ha llevado al derrumbe de Occidente, sino de cierta estética que acompañaba esa inmoralidad: la pedantería maligna o cursi que se empeñaba en parecer y sólo parecer. Lo importante es que esos ingredientes expuestos como en broma están tejidos con tanta fuerza, brillantez, sutileza, elegancia y auténtica eficacia que un buen lector alcanza a desvelar un misterio al tiempo que encuentra otro. Al fin, termina la película sobre el papel y salimos del cine inquietos, pero aliviados por el frescor de la noche y la vaga verdad de las calles ficticias.
En mayo de ese 1943, y en su aula de la Universidad de Wellesley, el profesor de literatura rusa leyó su relato a los alumnos y al acabar les dijo: "Me gusta atraer al lector de una manera u otra y luego hacerle cosquillas tras la oreja para ver cómo se vuelve bruscamente". Ésa es la negación de todas las ceremonias solemnes, de las grandes ideas y las aseveraciones fuertes, de los lugares comunes y las etiquetas. De la modélica y pornográfica apariencia.
El profesor era Vladímir Nabokov. El relato, El ayudante de dirección. Y es cierto que sólo hubo un Nabokov, pero también lo es que todos los implicados en la ficción, escritores y lectores, deberíamos mirarnos en un espejo de confianza y negarnos el disfraz de mujeres del César. Por el regocijo y la libertad del arte, desde luego, aunque también por mera prudencia.
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