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Columna
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¡Por Tutatis!

Pese al espectacular desarrollo tecnológico experimentado durante las últimas décadas, nuestra existencia se ve cotidianamente acompañada por la incertidumbre. Nuestras vidas están cada vez más programadas, y cada uno de nuestros actos responde supuestamente a un criterio de racionalidad en el que apenas queda margen para la improvisación o la imaginación, pero lo cierto es que, a cada minuto, la sorpresa salta a nuestro alrededor en forma de atasco que nos impide llegar a una cita, de inesperada factura cuando estamos a finales de mes, o de imprevista e interminable espera en la consulta médica como consecuencia del insuficiente personal sanitario.

Con el tiempo, hemos ido asumiendo casi todo y admitiendo la explicación de que las sociedades modernas son muy complejas, y que muchos de los problemas que se producen en la organización de la vida económica y social son la consecuencia del empeño en querer hacer cada vez más cosas en menos tiempo. Desde esa perspectiva, no nos queda sino aceptar que todo funciona razonablemente bien a nuestro alrededor, que no podemos pedir peras al olmo y que casi siempre nos quejamos de vicio. Más aún, en no pocas ocasiones no tenemos más remedio que apechugar con la propaganda institucional -pagada de nuestros bolsillos- mediante la que se nos informa sobre lo bien que va todo, tanto en el paisito como fuera del mismo. Y lo cierto es que el personal suele ser normalmente bastante condescendiente, por más que, en ocasiones, la paciencia se desborde y la resignación se transforme en cabreo y protesta.

En los últimos tiempos han comenzado a fallar asuntos que creíamos a salvo de cualquier error

Hasta ahora, hemos venido asistiendo a la ineptitud de algunos políticos, a la corrupción de otros, a la ineficacia de los responsables de no pocos servicios públicos, o a los ya previsibles errores en los pronósticos de los economistas. Todo ello entraba, más o menos, dentro de lo esperable, de lo que puede considerarse hasta cierto punto normal. Sin embargo, en los últimos tiempos, han comenzado a fallar asuntos que considerábamos a salvo del error o la impericia de políticos o administradores de la cosa pública, proyectos que creíamos definidos por la exactitud el cálculo matemático y no por la mala cabeza de algún incompetente. Porque, de pronto, los túneles se agrietan, el suelo se abre bajo nuestros pies y los puentes amenazan con derrumbarse.

Tan felices como nos las prometíamos con tantas nuevas infraestructuras, resulta que aquí y allá -en las obras de la A-I, en las del AVE en Barcelona o en la variante de Astigarraga- salta la liebre y aparecen problemas aparentemente no previstos en los cálculos de los ingenieros. Y, francamente, una cosa es un poco de incertidumbre, y otra que no sepamos nunca con qué nos vamos a encontrar al día siguiente.

Abraracurcix, el jefe galo de las aventuras de Asterix y Obelix, sólo temía una cosa: que el cielo cayera sobre sus cabezas. Lo demás tenía solución, aunque fuera a guantazos. Si además de soportar los atascos y llegar tarde al trabajo; de perder la paciencia intentando que nos den de baja en una compañía de telefonía móvil; de ver cómo sube el precio del pan o el Euríbor del que dependen nuestras hipotecas... Si además de todo esto resulta que, sin que medie un terremoto o un huracán, comienzan a caerse puentes y el suelo se abre bajo nuestros pies, no queda otra que ponerse a cubierto y gritar: ¡por Tutatis!

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