Por una ciencia angelical
Tras sesudos debates se concluyó que los ángeles no tienen sexo.
El anterior presidente de la Universidad de Harvard, Larry Summers, tuvo algunos problemas causados por un comentario sobre la supuesta menor capacidad innata de las mujeres para hacer ciencia. Quizás sea cierto, como quizás haya habido vida en Marte, pero está muy lejos de estar científicamente probado. Que de ciertos hechos, como que el autismo sea más frecuente entre los hombres o que los sabios idiotas sean casi todos hombres, se deduzca que los hombres sean más geniales, parece más un acto de fe que una conclusión rigurosa. Lo que sí es cierto es que las mujeres en todas las partes son una pequeña minoría en la jerarquía científica, aunque el actual presidente de Harvard sea una mujer.
Cuando una comisión ordena los candidatos para ocupar una plaza de profesor o de investigador tiene en cuenta una serie de indicadores y cuantificadores de la actividad docente e investigadora. Luego, mediante un algoritmo explícito o no, consciente o no, transforma estos datos en un valor equivalente a un número. El candidato que tiene el número más alto es el que gana la plaza.
El método parece científicamente correcto, pero puede esconder muchísimos sesgos, aparte de su dependencia del algoritmo utilizado, algo muy subjetivo. ¿Cómo valoramos la chulería, más frecuente entre los hombres, de un candidato? ¿Cómo su agresividad, su deseo de competir? ¿No nos dejamos influir por los modelos, generalmente masculinos? ¿Calificamos la efectividad -sólo los resultados- como suelen preferir los hombres pragmáticos, o la eficiencia -los resultados teniendo en cuenta los medios y las condiciones iniciales- en principio un indicador mejor de la calidad del individuo? ¿Cómo se cuentan los años dedicados a cuidar los niños? ¿Cómo se tiene en cuenta el hecho de que la suposición del fracaso (femenino) lo induce? ¿Cómo se compensa el frecuente escepticismo de los padres y supervisores con respecto a la capacidad de una mujer investigadora?
El problema de la mujer investigadora es enormemente complejo y estamos muy lejos de llegar a conclusiones sobre las que haya un consenso entre los especialistas. Además, muchos de los que lo consideramos un problema serio para la ciencia tampoco somos siempre suficientemente consecuentes, y lo digo con conocimiento de causa, como asociado (a pesar de mi sexo) ad honorem de la Asociación de Mujeres Investigadoras y Tecnólogas (AMIT), que está ayudándonos a tener presente el problema. Hace un año leí en la revista Nature un artículo sobre la desaparición misteriosa de las mujeres en el programa europeo de jóvenes investigadores EURYI, en cuya génesis participé en su momento. Traduzco una frase: "En España, donde cerca de un tercio de los solicitantes eran mujeres, no se nominó ni una". En esa convocatoria participé en la fase nacional de la selección y no tuve suficientemente presente mis propias ideas. ¡Qué vergüenza y qué rabia!
Igual que con el cambio climático, mientras nuestra comprensión científica del problema avanza hay que empezar a actuar. Mientras se debate si el problema se arreglará por sí sólo con el paso del tiempo, al ser coyuntural, o requiere iniciativas, por ser estructural, se pueden ir tomando medidas correctoras de algunos aspectos sobre los que hay pocas dudas de que perjudican especialmente a la mujer. Uno de los más obvios es que las mujeres que tienen hijos los suelen tener en una edad en la que también son científicamente muy creativas y que una interrupción de cinco años dificulta enormemente la promoción a las categorías superiores.
En la joven Universidad de Luxemburgo hemos introducido un programa que quiere evitar esta disminución de la actividad investigadora de las mujeres profesoras. Supongamos que esta mujer solía trabajar 50 horas reales, 16 en docencia, 4 en administración y 30 en investigación (oficialmente 20, ya que el contrato menciona 40 horas semanales). Lo que le proponemos al volver tras el permiso de maternidad es trabajar durante 5 años realmente 40 horas, 8 en docencia, 2 en administración y 30 en investigación. Así libera 10 horas manteniendo su actividad investigadora, que además, al tener horarios más flexibles que la docencia, facilita el cumplimiento de sus obligaciones como madre. Como ninguna comisión de promoción seria la castigará por haber disminuido su actividad docente, es de esperar que esta medida ayude a compensar la desventaja procreativa de la mujer. Obviamente, el programa no es discriminatorio -los hombres tienen tantas obligaciones con respecto a la familia como las mujeres- y un varón también se puede beneficiar.
Más vale actuar que discutir ad nauseam sobre el sexo.
Rolf Tarrach es rector de la Universidad de Luxemburgo y profesor de la Universidad de Barcelona.
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