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Columna
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El país de los intelectuales

Como en otras sociedades modernas, en las que la cultura y el entretenimiento ha llegado a ser una parte importante de la economía, el número de gentes que en Galicia, no sin cierta ambigüedad, pueden colocarse en este epígrafe -escritores, actores, músicos, artistas visuales, etcétera- es asombrosamente alto. Se calcula que, sólo de la primera categoría, la de gente que se dedica a la literatura, la cifra ronda las 600 personas. Si a ella se sumasen todas las otras actividades no cabe duda de que el cálculo nos depararía una sorpresa. Además, habría que incluir un porcentaje de profesores y otras actividades académicas.

Por supuesto, muy poca de la gente que forma esta barahúnda puede vivir en exclusiva de tal actividad pero, con todo, conviene llamar la atención para la parte del PIB y el número de puestos de trabajo que generan, desde editores y comerciales hasta escenógrafos, peluqueras, diseñadores o cámaras. Si adoptamos este enfoque cuantitativo, tal vez empezaremos a entendernos acerca del significado de lo que solemos denominar como cultura. Un clásico de la sociología, Thorstein Veblen, lo definió -pero lo que estaba haciendo era definiendo el lujo- de un modo inmejorable: consumo conspicuo. Podemos ensayar esta otra definición, más amable: lo que contribuye a decorar nuestra vida, elevándola por encima del rasero de una cotidianidad roma.

Hemos pasado, merced a la bonanza, a hacer de la cultura algo más ligero y de superficie

En este sentido, hay que distinguir la palabra intelectual de un cierto uso que tiende a identificarla con el papel que en su momento jugó Émile Zola en la Francia de fines del siglo XIX. Hoy, el intelectual no suele ser aquel que lanza su "J?accuse" contra el poder establecido o una sociedad adormecida. Al contrario, en todas las sociedades modernas las profesiones artísticas y asimiladas componen una parte notable del ciclo económico. Convertirse en un actor o escritor es algo no muy lejano de la pretensión de hacerse modelo o actriz de tantas jóvenes. Lo que se busca es un sueño, en efecto: la fama, la gloria, el éxito. No un objetivo moral, sino otra cosa. En nuestro contexto de país desarrollado es más probable que la cultura sea una forma de modernización y de impulso al cambio de costumbres que constituya una fuerza revolucionaria.

Y es que, aunque no hace mucho la pretensión generalizada entre los intelectuales era la de desempeñar el papel del crítico social, lo cierto es que la intelligentsia local ha sido, desde este punto de vista, de gran inocuidad. Su efecto ha sido mínimo, apenas discernible. De no haber existido, tal vez ni se habría notado su inexistencia. No hay ni que decir que, en la percepción social más generalizada en Galicia, la palabra intelectual se pronuncia usualmente con gran condescendencia y, de hecho, puede ser traducida como "persona que practica cierta forma de cursilería, de ideas impracticables y un poco inútil". Hasta se podría especular si la asociación entre idioma gallego y cultura no ha ido, por obra de una cruel paradoja, en favor de una cierta concepción de aquel como un ghetto privado: una cierta marca de distinción social de un segmento de las clases medias. Lo curioso es que, metida en el vientre de la ballena, la intelligentsia ha pasado de tener pretensiones de contracultura a convertirse en una subcultura -nada marginal, por cierto- a velocidad de vértigo. Pero no hay que cargar las tintas contra esa inocuidad. Ella ha sido la consecuencia natural de una sociedad poco educada, con una opinión pública escasamente desarrollada y que ha vivido casi medio siglo en una dictadura. De ahí hemos pasado, merced a la bonanza mesocrática de las últimas décadas, a hacer de la cultura algo más ligero y de superficie. La cultura, en Galicia como en otros países ricos, es aquello a lo que no damos mucha importancia y que en las revistas de papel satinado va en el apartado Estilos de vida. No hay ni que decir que el paso de una Galicia a otra ha sido de una velocidad cósmica, insuperable.

Es un cambio que no aminora su papel, sin embargo. Precisamente cuando la cultura pasa a ser un elemento objetivo de mercado los rasgos de riqueza y poder que moviliza la hacen más fácilmente legible y aumentan su influencia objetiva. Además, aunque muchos intelectuales siguen prefiriendo vivirse a si mismos como poseedores de una llama olímpica, responder a la demanda puede implicar un cierto esfuerzo de objetividad, una atención a la sensibilidad del público y, de hecho, una invitación a conformar gustos mayoritarios, lo cual es posible si se acierta a crear un folclore contemporáneo, lo que pasa más por los bares de copas que por los obradoiros de cultura tradicional. En realidad, nunca la cultura ha tenido tanto peso en Galicia, aunque lo haga no en la forma prevista por el manual de los bienpensantes.

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