La mirada grave de Julio Cortázar
Cumplía, el 26 de agosto de 1983, 69 años. Lo supimos después de la sesión de fotos, esa misma tarde en el Molino del Salado, porque nos sirvió sendos whiskys y alzó su copa. "Por mi feliz cumpleaños", brindó. Estaba triste, desde luego, porque decía estar harto de su cuerpo pero, sobre todo, porque hacía poco menos de un año que había perdido a Carol Dunlop, su amor. En todo caso, era imperativo que volviera a París esa noche: al día siguiente tenía cita con su médico. "Siempre me recibe a medianoche", nos dijo, "y hay que tener en cuenta que viste de negro, es alto como yo, se peina engominado hacia atrás y es hematólogo. Sólo le faltan los colmillos...". La tristeza no afectó nunca su sentido del humor. Durante ese par de semanas lo vimos alborozados salir a bailar la jota en Segovia, burlón de sí mismo, y visitar con interés de estudioso algunos monumentos del románico local, rodeado por nuestro grupo de amigos. Había concedido muchos autógrafos a desconocidos que lo reconocían por la calle, y a cada admirador le había hecho algún comentario divertido, por lo general políticamente incorrecto. Había participado en asados campestres y libaciones a altas horas, siempre dicharachero, discutón, con risas contagiosas y entusiasmos de vieja amistad. Recorrimos la región en busca de cosas que ver -Julio se extraía de nuestro cochecito como las antenas que despliegan los satélites artificiales, desdoblando por partes su larguísima humanidad pero, invariablemente, reivindicando el derecho de ayudar a salir del coche a Nicole-. Y sin embargo su mirada era siempre grave. En él, insólitamente grave.
Estaba triste, sobre todo porque hacía poco menos de un año que había perdido a Carol Dunlop, su amor
Después del whisky de cumpleaños lo llevamos, ese 26 de agosto, a la estación de Chamartín, en donde nos enteramos con desmayo de que su tren nocturno había sido anulado a causa de inundaciones en la zona de San Sebastián. "Habrá algún avión, espero", nos dijo, "miren que Drácula no me permite excusas". La carrera hasta Barajas, ahora él en el potente coche de nuestro amigo Chisco y nosotros a la zaga en nuestro jadeante cochecito, tuvo final feliz: cuando por fin lo alcanzamos, justo antes de mostrar su pasaporte y ser tragado por el aeródromo, alertado por nuestros estentóreos "¡Julio!", se giró, se abrió paso entre los demás pasajeros y nos abrazó y nos besó.
"Cáncer no es, chicos", nos dijo un par de meses después en Barcelona. Pero no nos dijo qué era. Nosotros no lo sabíamos, pero él: ¿sabía que se iba a morir? Hasta hoy nos hacemos la pregunta.
Ya no le hice más fotos, salvo las que, en su lecho y ya dormido para siempre, le hice en febrero de 1984 a pedido de Aurora Bernárdez. -
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