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Reportaje:Signos

Plata y sangre

Sevilla y Córdoba muestran el arte sacro y la orfebrería del Barroco

El Barroco llegó a Andalucía para quedarse. Basta con presenciar los pórticos de sus iglesias, con pasear por los intestinos de cualquiera de sus ciudades, con asomarse a los cuadros que se preservan en las sacristías para comprender, intuitivamente y sin mayores recursos a la antropología, el carácter de sus gentes: los óleos y la arquitectura reflejan con fidelidad de calco la tendencia a la exageración, al derroche y los aspavientos que tanto definen el modo de expresarse del sur, la mística entreverada con las formas más chuscas del fetichismo con que a veces se contamina el fervor popular, el amor por el claroscuro y las disonancias. Aquí las columnas nunca ascienden en línea recta: prefieren la manera salomónica de avanzar en zigzag, el tirabuzón del cabello y la conversación llena de meandros y digresiones. Consciente de esas señas de identidad, la Consejería de Cultura ha diseñado un programa de exposiciones que, bajo el título genérico de Andalucía Barroca, pretende mostrarnos cuánto pueden la moldura y el lienzo enseñarnos sobre nosotros mismos: sobre toda esta hemorragia de euforias y símbolos que retratan nuestro modo de contemplar el mundo.

En estos días, dicho programa sugiere dos caminos para aproximarse a las formas más opulentas del arte autóctono. El primero conduce hasta el Museo de Bellas Artes de Sevilla, donde se han reunido diversas piezas de arte sacro de procedencia fundamentalmente granadina bajo el título de Antigüedad y excelencias. El lema se inspira en un opúsculo del licenciado Bermúdez de Pedraza en que se elogia el carácter venerable de la ciudad de la Alhambra, a medias árabe y cristiana, en cuyo subsuelo los vestigios de los santos mártires conviven con las ruinas de mezquitas y palacios orientales. Los múltiples rostros de lo Barroco asaltan al visitante ya desde las salas iniciales. En primer lugar, esa mezcla inextricable, a menudo confusa, entre sagrado y profano, entre lo que debe servir para la elevación del espíritu y lo que queda a ras de tierra, entre el ascetismo y las variantes más carnales y prosaicas de la sensualidad. No en vano uno de los grandes motivos de la época es la representación de la Inmaculada, como testimonian numerosos ejemplos, en pintura y escultura, de artistas locales como Bernardo de Mora y Juan de Sevilla: jóvenes Venus recicladas por el incienso y las coronas, en cuyas mejillas del color de la manzana aún pervive la delación del erotismo. A pesar de ocupar los altares y de vestirse con galas de emperatriz, santas y santos comparten los cuadros que glosan sus vidas con objetos cotidianos, triviales, en escenas de patio y costurero que nos recuerdan, como hacía Santa Teresa, que Dios también se oculta entre el barro de las cazuelas. Así lo entendió uno de los mayores maestros granadinos del período, el fraile cartujo Juan Sánchez Cotán: nos presenta a la Virgen despertando a su hijo en una habitación rácana en muebles, en cuyo rincón se enfría un plato de gachas recién cocinado; o trata de penetrar el misterio silencioso de lo doméstico al reproducir, con seriedad casi teológica, un cardo y una pareja de nabos sobre un fondo del color del abismo. También la predilección barroca por la sangre se halla presente. Los múltiples estigmas de los cristos de Pedro de Mena, las puñaladas que sufre San Bartolomé en la carnicería ofrecida por Pedro Atanasio Bocanegra son ejemplos de esa curiosidad, malsana a veces, por el dolor ajeno tan frecuente en el arte de la época, y de su complacencia por mostrar las flaquezas más escabrosas de nuestra humanidad. El Jesús de la espina y el madero cuenta con muchos más admiradores que el que anduvo en la mar.

La segunda exposición a la que puede asomarse el curioso, El fulgor de la plata, con sede en la iglesia de San Agustín de Córdoba, abunda en las mismas paradojas: se recoge en ella una antología de toda la parafernalia de oro, plata, esmaltes y pedrerías de las que sus devotos se sirvieron a lo largo de tres siglos para homenajear al hijo de un carpintero que probablemente no conoció en vida metales más nobles que el de la hebilla de su cinturón. Vuelve la pasión por lo mortuorio, por el detalle insignificante y la superfluidad de lo minúsculo. Los grandes orfebres barrocos, de formación cordobesa y sevillana, se aplicaron a edificar construcciones disparatadas de oro y joyas para alojar fragmentos de hueso de un apóstol o púas que supuestamente hirieron la frente de un dios hecho hombre. Los relicarios, las custodias, las arcas, los escapularios, abruman al espectador y casi provocan empacho: uno sospecha que estas demostraciones de maestría de García de los Reyes, Blas de Amat, o, sobre todo, el prolífico Damián de Castro tienen menos por objeto despertar devoción que asombro. Por otra parte, el mismo marco de la exhibición, la iglesia de San Agustín, puede ilustrarnos muy bien sobre el modo barroco de encarar la creación y sus supersticiones en torno al espacio vacío. El templo, levantado en el siglo XII, conserva aún en los ábsides de la cabecera la sobriedad del estilo gótico que la vio nacer; pero la remodelación que sufrió durante el XVII nos lo presenta enterrado bajo una avalancha literal de yeserías, lazos, guirnaldas y escudos que lo asemejan a una pura labor de repostería.

'Antigüedad y excelencias' Museo de Bellas Artes de Sevilla. 'El fulgor de la plata'. Iglesia de San Agustín de Córdoba. Ambas forman parte del ciclo 'Andalucía barroca', de la Consejería de Cultura y estarán abiertas hasta el 30 de diciembre.

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