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Columna
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Una memoria

De Atocha a Cibeles, Madrid se ensancha en mi recuerdo por el paseo del Prado, recorrido a esa hora temprana del pasado en que no demasiados coches ni obras públicas ensordecían a los pájaros. El Museo del Prado es único en el mundo porque, otras cosas, huele a su propio nombre. A hierbas y a pradera. Árboles y glorietas, estatuas, bancos de piedra, jardines y arriates. He pensado mucho en ese generoso tramo de la ciudad durante las últimas horas. Cruzando las noticias como dos vientos que coinciden en el tiempo y en el espacio -el monumento a las víctimas de aquel día de marzo, frente a la estación- se enlazan el fallo del proceso por el 11-M y los parabienes por la ampliación del museo.

Solía gustarme recorrer ese trecho cuando vivía en Madrid. Y acabar en el museo, guiada por mi pereza. La pereza es una obra de arte en sí misma, si se la templa bien, tan bella como un prado o el cuadro que lo reproduce: la pereza no acoge nunca al odio. Da tanta pereza odiar.

Pasos amortiguados sobre el mármol, pasos holgazanes que muchas veces me conducían hasta la obra del mejor periodista gráfico de todos los tiempos, el más grande cronista y analista de la España que hoy se moderniza con la ampliación del Prado: Goya. Los desastres de la guerra, Los sueños de la razón, el Duelo a garrotazos... En aquellas mañanas, que pertenecen al tiempo de la Transición y por fortuna forman parte de mi memoria histórica, este país y este planeta parecían fáciles de mejorar. Pero ahí estaba, ahí está Goya. Para que nos mantengamos alerta. Me pregunto si los procesados por el 11-M saben que pertenecen a sus grabados más sombríos. Me pregunto si quienes vociferan divisiones, quienes matan o se encrespan por patrias se ven en el espejo de los ciegos que se dan mandobles.

Demasiados pasos jamás resonarán en este Museo del Prado.

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