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Columna
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Crisantemos

Ignoro cuántas veces habré muerto ya a lo largo de mi vida. A veces me descubro en destellos en lugares que ya no son y creo reconocerme en quien me interpela, pese a que apenas consigo entender lo que pretende decirme ni veo más que bruma en los lugares que me señala. Trato de entablar entonces una sacra conversazione con quien dice que fui yo, pero, falto de anclajes, mi interlocutor se suplanta a sí mismo y ya es otro el que se me diluye en una línea de sombra que nada más deja como rastro una huella seca. ¿Qué habría sido de él, me pregunto, si no hubiera muerto? Si ese muerto soy yo, cruzándose de pronto por mi vida, no es sólo la curiosidad por su hipotético destino truncado la que me inquieta. Me preocupa más su posible resurrección, que vuelva a vivir en mi cuerpo tras esa su repentina aparición, en mi cuerpo, única garantía de su supervivencia. Cada recuerdo es un cadáver si no lo recuperamos con nuestra carne, cada lugar rememorado una lejanía de cenizas. Sucede, a veces, que los recuerdos, tan vívidos aún que son nuestra compañía insoslayable, la sustancia emocional de nuestras vidas, no superan la prueba del cuerpo y se deshacen como arena. Su inesperada carnalidad los destruye, como le ocurre a ese lugar de antaño con el que de pronto nos encontramos y se desprende de su magia. Estaban muertos, vivían en nuestro cuerpo como una necesidad propia, no en el suyo, y su repentina encarnación nos los vuelve de ultratumba.

No hay vidas múltiples, sólo muertes múltiples que se suceden

"That which we call life, is but Hebdomada mortium"; lo que llamamos vida no es sino una semana de muertos, escribió John Donne en uno de sus soberbios sermones. Esos muertos se correspondían con las edades de la vida, de acuerdo con un sentido trascendente de la finitud que convertía el cuerpo en tránsito para la redención, un peregrinaje. Y el cuerpo era un espacio de muerte. Así, nuestro nacimiento era para Donne "exitu a morte", una salida de la muerte, pero sólo para convertirse en un "introitus in mortem", una entrada en otra muerte, de la que nuestro cuerpo es monumento. Apenas siete años más joven que él, Quevedo nos hablará de nuestra vida como siendo "cada instante en el cuerpo sepultada", y definirá la suya como "presentes sucesiones de difuntos". No hay vidas múltiples, sólo muertes múltiples que se suceden en un siglo preocupado por la fugacidad, la versatilidad y la inconstancia, de las que no nos liberará más que el encuentro definitivo y post mortem con la salvación, la divinidad, de la que por otra parte ya se empieza a sospechar su muerte.

Si nuestras vidas siguen siendo todavía "Hebdomada mortium", lo son de una forma muy distinta de como lo eran para John Donne. Tampoco pedimos a Dios, como su coetáneo George Herbert, que nos cree a cada momento, esto es, que nos una en Él, para que dejemos de ser en cada hora veinte hombres diferentes. Seamos creyentes o no, hace tiempo que nos olvidamos del cuerpo-cadáver, que dejó de ser nuestra sepultura para pasar a ser el lugar de nuestra salvación. Somos veinte hombres diferentes en cada hora, o una sucesión de difuntos, mejor quizá una asamblea de ellos, pero como difuntos sólo pervivimos en tanto que memoria de nuestro cuerpo. Único soporte de lo mutable, el cuerpo ya no es tránsito de algo que peregrina por su cadáver hacia la vida, sino la vida misma, el ámbito en el que los cadáveres resucitan, o del que son expulsados a su muerte definitiva. Ni la mutabilidad ni la inconstancia constituyen nuestra tragedia, como ya lo anunció un poeta francés, contemporáneo de los anteriores, Étienne Durand, en sus Stances à l?inconstance: "Y yo seré para ti como un sacerdote fiel/ que pasará sus días en un cambio inmortal".

Entre mis difuntos que he dejado de ser los ha habido apacibles -de muerte apacible, quiero decir- y los ha habido traumáticos. Del óbito de los primeros uno apenas se entera y sólo los reconoce cuando lo visitan con su rumor de extrañeza: el cuerpo los dejó irse mientras permitía que naciera otra necesidad suya. Los traumáticos son los que desaparecieron dejando el cuerpo vacío, al límite de la esperanza. El cuerpo generador, ese que mientras vive engendra a quien lo habita, buscó entonces inútilmente sus crisantemos para alimentar su memoria. El cuerpo deshabitado, no el cuerpo-cadáver ni el cuerpo inconstante, ese empieza a ser ya nuestro problema.

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