_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El tranvía

Es curioso advertir que la gran mayoría de los usuarios que aprovecharon el domingo pasado para estrenar los asientos del tranvía sin lastimarse los bolsillos eran jubilados. En realidad, utilizaban ese torpedo plateado menos para desplazarse a través del espacio que del tiempo: pretendían regresar a esa Sevilla de calles tapiadas, adoquines, caramillos y hambre que perdieron en la niñez. En las entrevistas televisivas sus alabanzas al transporte recién llegado se contaminaban con una nostalgia sin digerir, y antes que admirar la comodidad o el silencio de los convoyes preferían rememorar aquellos otros dinosaurios de latón y madera que recorrían nuestras avenidas entre un cascabeleo de oveja extraviada. Para muchos de nuestros convecinos el tranvía no abre paso a un futuro de desplazamientos sin humo en el que reinarán el pedal y los tendidos eléctricos, sino que nos devuelve la ciudad que se fue, un espacio más callado y más íntimo donde el peatón aún no se había supeditado a la tiranía de las máquinas. De ese reino idílico quedaban vestigios hasta hace poco en el trazado de tres o cuatro calles de una y otra orilla: pavimentos irregulares, sobre los que las piedras parecían haber crecido al azar, y en los que a veces se insinuaba el óxido de unos rieles entregados a la arqueología. Probablemente nada empariente nuestro reciente Metrocentro con esa criatura torpe que aún puebla la memoria de los mayores, salvo su necesario acompañamiento de cables y unas columnas metálicas que han hecho poner el grito en el cielo a los estetas más susceptibles del paisaje urbano. El villorrio de provincias sumido en un letargo de domingo se ha convertido en una urbe enérgica, masificada, tendente al disparate, que ha recurrido al tranvía no por inclinación decorativa sino con el fin desesperado de no asfixiarse. Si además de ello ejerce para algunos la función de magdalena de Proust, pues mejor que mejor.

El domingo todo era algaradas y abrazos, rememoraciones debidamente líricas de los días de antaño; el martes la esperanza descarriló, aunque no hubiera que lamentar bajas aparte de la del entusiasmo ciudadano. Hay que reconocer que al pobre alcalde no le acompaña la suerte: cuando parecía que esa señorita esquiva se había puesto de su parte y le regalaba una jornada de fanfarria y aplausos, nadie podía imaginar que con la otra mano preparaba una bofetada de las que escuecen, otra más que sumar al largo inventario de críticas de la oposición, excesos en los costes, fealdad de las catenarias y la controvertida rentabilidad del proyecto. A mí, por razones privadas a las que no son ajenos el fetichismo y la pura bobada, el tranvía me gusta y lo recibo con una sonrisa, aunque entiendo que en su persecución Monteseirín ha decidido saltar a la piola sobre una serie de dudas razonables. Dudas en torno a la conveniencia de emprender una obra faraónica antes de que esa otra que transcurre en el subsuelo y nos vuelve locos desde hace más de un lustro aún no se haya cerrado; dudas sobre el coste de un tren muy lucido y mediático pero que en realidad apenas sirve para que los pies no se fatiguen recorriendo unos cientos de metros; dudas, lamentablemente confirmadas por los hechos, alrededor del apresuramiento y la chapuza de unos trabajos que quizá reclamaban un poco más de ponderación. Señalado todo lo cual, me apresto a confesar que disfrutaré subiéndome a bordo y pensando en que Sevilla engrosa ya el censo de esas otras ciudades que amo, enclaves más o menos literarios en que el tranvía constituye excusa para la postal o el poema, Praga, Berlín, Lisboa, San Petersburgo. Qué sino eso es lo que se exige a un buen medio de transporte: que nos lleve lejos, allá, más allá, donde la realidad deja de ser imperfecta y los sueños no se empeñan en contradecirlo todo.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_