Perversión e hipocresía

Hoy día cualquier imbécil posee una minicámara o recurre al móvil para pillar a otro en actitud deshonesta. Así se lo confiesa el jefe de los servicios secretos británicos a Jacobo Deza, el personaje de Javier Marías, en el último volumen de la trilogía Tu rostro mañana: nunca se sabe el uso y el beneficio que se puede sacar de ello.

Buckingham Palace suscita de nuevo la atención al trascender que dos individuos pretendieron chantajear a un miembro de la familia real al que filmaron en actos homosexuales y consumo de coca. Los malhechores han fracasado y serán procesados, pero la víctima, cuyo nombre no ha trascendido, ha quedado manchada. "Nos habría venido de maravilla que hubiese sido un miembro más prominente", confiesa enigmáticamente el jefe de Deza en la novela de Marías.

Desde que el mundo es mundo, ha habido gente que saca tajada de las debilidades del prójimo para provecho propio. Y el sexo y la droga son fáciles ingredientes en un chantaje. Más si la persona a quien se quiere extorsionar es una figura pública.

En algunos países los escándalos se tapan. A lo sumo se conocen entre los más enterados que establecen un pacto de silencio a espaldas del gran público. En otros, por el contrario, trascienden y se hacen más resonantes, bien por la perversión que encierra el hecho o por la indignación que despierta en una sociedad puritana.

Éste parece ser el caso de la sociedad inglesa, con buenos antecedentes en la materia. A veces hay que esperar más de un siglo para conocer que el futuro rey Eduardo VII pagó 200 libras de la época a dos prostitutas para impedir que publicaran dos cartas que les escribió y que demostraban que había utilizado sus servicios. Apasionan los casos más turbios como el del fallecido líder liberal Jeremy Thorpe, que presuntamente provocó la muerte de uno de sus novios. O el del secretario de Defensa conservador John Profumo, a quien los soviéticos le tendieron una trampa con su amiga Christine Keeler, que a su vez mantenía una relación con un espía ruso. O el de Lady Di y su mayordomo, que sacó buen provecho de los secretos de alcoba que conocía. La duda es saber si este abundante anecdotario se debe a que los ingleses son más perversos que el resto de los mortales o menos hipócritas.