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Crítica:CLÁSICA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El espíritu sobre las aguas

La verdad es que el concierto era para no perdérselo. A 20 euros, precio único, John Eliot Gardiner comenzaba en San Lorenzo de El Escorial la gira europea de su proyecto Brahms, que hoy recala en Zaragoza. Venía con sus huestes habituales, lo que siempre es una garantía, y con un programa que combinaba rarezas y repertorio con un valor añadido: el de la sonoridad de una orquesta con instrumentos originales en obras generalmente asociadas a los timbres de las de hoy. No defraudó.

Causó sorpresa ver al maestro inglés vestido de frac y no de chino, como acostumbra. Y también que las brahmsianas Variaciones sobre un tema de Haydn quedaran un poco encorsetadas, como precavidas. Pero el Coro Monteverdi -quizá, hoy, el mejor del mundo- se encargó, a continuación, de quitarnos el miedo. Formidable en dos canciones de Schubert -Grupo de tártaros y Al cochero Cronos- y absolutamente sublime en una tercera, Canto de los espíritus sobre las aguas. Cualquier adjetivo sobra ante tan asombrosa demostración de musicalidad, de buen gusto, de inteligencia. Diez minutos inolvidables de los que dejan el alma, o lo que sea, en suspenso, viniendo del cielo y ascendiendo a él, como escribe Goethe en el poema que usa Schubert.

Orquesta Revolucionaria y Romántica

John Eliot Gardiner, director. Coro Monteverdi. Nathalie Stutzmann, contralto. Obras de Schubert y Brahms. Auditorio de San Lorenzo de El Escorial. Madrid, 21 de octubre.

Claro está que ahí detrás está el implacable Gardiner -y se le agradece el logro-, pero semejante cesto lo hace con unos mimbres inmejorables. Coro y orquesta acompañaron a Nathalie Stutzmann en una impecable Rapsodia para contralto, de Brahms. La cantante francesa tiene, sin trampa ni cartón, la voz que anuncia, y la usa con una emoción que no atosiga.

Para cerrar, una Primera sinfonía del hamburgués en la que John Eliot Gardiner aprovecha al máximo la peculiar sonoridad de su orquesta para encontrar momentos de un cromatismo insólito. Así pasó, sobre todo, con la suave carnosidad de los trombones o con la expresividad de un contrafagot que se oyó como nunca. Hubo errores puntuales en oboe y trompa -cómo no-, pero se olvidaron enseguida ante otros logros de los mismos y, sobre todo, por la manera en que se imponía una visión que no sólo era color, sino también calor, intensidad y energía.

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