La democracia, el velo y la tolerancia
Hasta hace poco el conocimiento que teníamos del multiculturalismo se reducía a la oferta gastronómica. Muchos de nosotros somos multiculturalistas activos por la parte del estómago. Nos gusta comer hindú, chino, marroquí, griego, tai y amerindio. Como alrededor de una mesa bien provista la gente tiende a entenderse, podemos llegar a pensar que la democracia es también esa gran mesa donde se sirven sin tasa derechos, libertades y oportunidades. Pero resulta que hay códigos alimentarios distintos y también gentes que rechazan algunos de los platos morales y políticos de la democracia.
El multiculturalismo es una ideología ampliamente aceptada. Procede del elogio de la diferencia. Su fondo es que cada uno y cada grupo posee características propias que enriquecen al conjunto. Por lo mismo no cabe impedir ninguna de ellas. Como a la vez nuestra ontología actual es individualista, a este aceptar todo sólo le ponemos una condición: que nadie sea obligado a hacer algo que no desee. Pero si una práctica no compartida cuenta con el asentimiento de quien la realiza se supone que debemos darla por buena.
Si esa pañoleta es un signo religioso, está de más en un espacio público
Una niña quiere ponerse velo para estar en su casa. A nadie se le ocurriría afeárselo. Lo privado es privado. Cada quien en su privacidad es monarca. También quiere usarlo para ir por la calle. Consecuencia: la ciudad presentará más variedad cosmopolita. Para ir a la escuela. Aparece el límite y se produce el problema.
Se supone que la educación prima; es un derecho constitucional. Y existe además un implícito: que se eduque la niña con pañoleta para que luego pueda quitársela si quiere. Lo segundo es, como poco, impredecible. Lo primero una incongruencia con otros principios igualmente respetables en nuestra convivencia. Si esa pañoleta es un signo religioso, está de más en un espacio público. Porque las religiones son incompatibles surgió la primera forma de la idea de tolerancia. Holanda en el siglo XVII consagró el principio de que "cada ciudadano debe ser libre de observar su religión y que nadie puede ser molestado o interrogado por causa de su culto". Esto es, el Estado se hacía superior a las religiones y las declaraba privadas. El Estado aseguraba que las haría convivir sin que entre ellas se agredieran; en espacios distintos, naturalmente. Impedía el fundamentalismo.
Porque no es fundamentalismo creer mucho y con gran vehemencia lo que uno crea, sino pensar que la religión es una verdad tan perfecta que debe organizar el mundo completo, incluida la política. Es más, que la religión es mejor, de más calidad que cualquier otro espacio común. El fundamentalismo quiere organizar toda vida y convivencia.
La democracia ha ido inventando y trazando una larga serie de normas y valores comunes que son obligados para mantener la eficiencia y el civismo. La educación, que es deber del Estado proporcionar y derecho de todo ciudadano y ciudadana adquirir, también es en los últimos tiempos una obligación: las familias pueden ser vigiladas por el Estado para que cumplan con ella, hasta el punto de que a quienes no escolarizaran a sus hijos, incluso se les podría quitar nada menos que la tutela de ellos. Ni algo tan fuerte como que mis hijos son mis hijos está fuera del alcance de esa instancia común y los poderes que le hemos dado.
Como el Estado no apoya a ninguna religión, sino que las protege a todas, en sus espacios, los públicos, incluidos los educativos, no debe haber signos religiosos. Nos parecería raro y hasta enfermo que un alumno insistiera en portar un crucifijo -de tamaño, pongamos, de una cabeza humana-, posarlo en su pupitre y procesionarlo durante los recreos. Puede hacer eso, si lo tiene por gusto, en privado, o en su templo. Los espacios definidos como públicos, en los que por ende se transmiten los valores que hacen posible la convivencia plural, no deben ser espacios de contienda. El Estado tiene, por deber de tolerancia, la obligación de mantenerlos libres de prácticas sectarias.
Pero si esa pañoleta es además una marca sobre la moral particular que deben seguir las mujeres, una marca a su vez privativa de unas creencias particulares, está fuera de cuestión darle legitimidad. La igualdad entre los sexos es principio constitucional de la mayor envergadura. No se tolerará la discriminación contra las mujeres. ¡Pero la niña quiere serlo! Su padre también acuerda. Y su comunidad de encuadre. Su religión y su cultura le marcan un papel porque es mujer, con el que ella y los suyos están de acuerdo. Ella es un ser con deberes especiales, la decencia sexual y la obediencia que significa de ese modo. Pues bien, podemos ir a comer la comida del vecino, pero difícilmente podemos creer, de vez en cuando, lo que cree el vecino; aquí no hay caso de alegría por la diferencia. Cuanto más que la libertad actual de las mujeres se ha construido al abolir tales marcas.
En fin, la libertad individual no es ni puede ser el fundamento para una conducta que se tuvo que abandonar a fin de construirla; en nuestro caso la libertad ha sido la consecuencia del rechazo de ese injusto y arcaico orden.
Amelia Valcárcel, catedrática de Filosofía Moral y Política de la UNED, es miembro del Consejo de Estado.
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