Año racional
Siempre he creído que la distribución administrativa del tiempo que nos atañe está mal concebida. De acuerdo con que es preciso parcelar el año y no hay por qué tocar las estaciones, aunque dejen de ser aplicables al conjunto globalizado de nuestro planeta, porque al otro lado de la terrestre esfera viven un clima distinto; hoy, en tierras americanas y orientales comienzan a vivir la primavera mientras aquí preparamos el invierno. Dar comienzo al ciclo anual el primero de enero es una convención desfasada, que se intenta parchear con los cada vez más repetidos y prolongados puentes. El ciclo racional debería comenzar en estos días de otoño, al llegar la gente más o menos relajada de las vacaciones junto al mar, la montaña o donde sea. Es cuando se inicia la actividad de los auténticos tiranos domésticos que son los niños y el comienzo de sus tareas escolares. Son ellos, hasta ahora, los que condicionan la vida en la mayor parte de los hogares y quienes marcan la pauta cotidiana de los adultos.
Acabamos de salir del letargo estival. Las oficinas tardan en recuperar el aspecto y el ritmo. Expertos psicólogos recomiendan -a fin de justificar su propia existencia- no tomar el trabajo muy a pecho en los primeros días, ejerciendo una suerte de descompresión lúdica para incorporarse al tono laboral. Poco a poco se va extendiendo el hábito, entre el funcionariado con hijos mayores, de disfrutar las vacaciones veraniegas en septiembre, octubre e incluso noviembre. Son los más inteligentes, conocedores y espabilados, que se sacrifican, aparentemente, en el tiempo de la canícula, soportando un trabajo de amortiguada intensidad, beneficiados de la laxitud que ocasiona la ausencia de los jefes y supervisores habituales. Y, encima, haciendo un favor a quienes emprenden el tradicional tormento de abordar la carretera en julio y en agosto para entrar, casi a codazos, en la playa y ser atendido en hoteles y pensiones por personal incompetente.
Comprobamos, una vez más, cómo la Administración pública -y un creciente número de empresas privadas- padecen el contagio, durante el estío, de una terca epidemia que hubiera diezmado al personal. Deambulamos por amplios espacios ocupados por mesas y sillas vacías, que confirman la proclamada sospecha de que sobra burocracia parasitando los Presupuestos del Estado. Sin tintes demagógicos este periodo demuestra que el aparato puede funcionar igual de bien o igual de mal, con mucha menos gente.
No sería imposible comprobar que sobra la mitad de rábulas y lo conveniente que resultaría conservar a los más capacitados, los que realizan las tareas del conjunto. Cuentan que cierto ministro francés quiso comprobar personalmente el trabajo de los subordinados, acompañado de un alto y veterano empleado administrativo. "Cuánta gente trabaja en este departamento". Fiel y verídico le contestó: "Cuatro, de dieciocho". Las vacaciones fragmentadas, los permisos supuestamente acumulados, las bajas por enfermedad o asuntos privados despueblan los territorios burocráticos. Es posible que el resultado defectuoso provenga de una incorrecta planificación que puede tener origen en el erróneo comienzo del año laboral, incluso el académico.
Con carácter anecdótico hace tiempo que me contaron el caso singular de un meritorio empleado de cierto organismo consultivo, un técnico que sobrepasaba la edad de jubilación, sin solicitar el preceptivo retiro. Cuando llegaba alguna indicación ateniente, hacía caso omiso, como el resto de compañeros y jefes, porque aquel señor era el único que conocía el correcto manejo de la oficina, por haber creado un complejo y exitoso sistema cuyo intríngulis parecía el único en conocer. Asimismo, se llevaba muy mal con la esposa y le parecían pocas las horas que pasaba fuera del hogar. Era hombre morigerado, autor de una reiterada propuesta, sin eco en las altas instancias, de modificar el calendario laboral -al menos en su negociado- fijando el origen de la actividad anual en el mes de octubre. Ocurrió hace unos años y no puedo dar señales de tan pintoresco sujeto, a quien no tuve el placer de conocer.
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