La juventud baila
Di la charla. No me gusta dar la charla, pero la di por dos razones: porque me lo pidió Caballero Bonald y porque tenía de compañera en la mesa a Clara Sánchez, mujer de inteligencia bondadosa. Di la charla y, como siempre, buscaba la manera de no repetirme, de no irme convirtiendo con el paso de los años en uno de esos escritores que viajan por el mundo contando tres anécdotas. Tres anécdotas que se manosean como esas tres pelotas con las que juegan los malabaristas torpes. Sé lo que digo. He visto charlistas muy mayores haciendo viajes larguísimos y llevando en su equipaje sólo tres pelotas. Y no es que los abuelos no puedan viajar, ahí está el Inserso para demostrar lo contrario, pero esos abuelos viajan a sitios cercanos, las señoritas masajistas de los balnearios les toquetean y después del bufé hay orquesta y restregón. Eso es una cosa, pero no vale la pena el coñazo supino de la T-4 para ir a difundir tres pobres anécdotas a algún país remoto, convertido el escritor en viajante de su propia obra. No quiero para mí la muerte de un viajante. ¡Hay que viajar menos y vivir más! Es una verdad que ya podemos pregonar a gritos, una vez que los neurólogos han demostrado que eso de que el nacionalismo se cura viajando era una solemne tontería.
Siempre es difícil comenzar la vida adulta, pero envidio el prestigio del que se goza por ser joven
La realidad desmiente tanta promesa porque los subvencionadores de los jóvenes somos los padres
Pero eso, que di la charla. Y el público, tan generoso (más siendo de Cádiz), se acercó a decirnos algo amable y en algún caso a poner alguna peguilla ideológica a los artículos. Lo asumo. Es lo que tiene escribir en los periódicos, que el lector no concede al escritor la misma libertad que en la ficción; al contrario, lo que quiere el lector de artículos, en muchos casos, es ver sus propias ideas pasadas a limpio. Se me acercó una mujer encantadora que me dijo estar de acuerdo casi al cien por cien con lo que yo escribía. ¿Casi? Ese "casi" te puede estropear un día soleado, pero la mujer me dijo, afectuosamente, que siendo como era socialista, le fastidiaban esos artículos sobre educación en los que parecía echar por tierra la labor de los profesores y de la LOGSE. Vaya, le dije, pero es que no son la misma cosa. Mi intención siempre es defender a esos santos laicos que son los profesores. Pero la mujer insistió en que había una tendencia entre algunos columnistas a desacreditar a nuestra juventud. Ahí, le dije, admitámoslo, hay algo de envidia. O mucho. Por un lado está la envidia cochina de la misma juventud. Sabemos que hay personajes públicos que afirman que la vejez es el mejor momento de la vida; pero si, a los que estamos en medio de todas las edades, se nos preguntara si queremos avanzar para conseguir la placidez de la tercera edad o retroceder para volver a la inestabilidad y estupidez juveniles, me juego el cuello a que una mayoría aplastante optaríamos por la estulticia.
Por otro lado está la envidia podrida de orden generacional. Pertenezco a esa generación que a los 19 años ya estaba loca por ser independiente. Comprendo que ahora la cosa está dura, pero antes el amor a la independencia te lanzaba durante años a una vida muy cutre, de pocos viajes por el extranjero, de ningún Erasmus, de ningún máster.
Comprendo que siempre es difícil comenzar la vida adulta, pero envidio el prestigio del que se goza por el hecho de ser joven. Y esa alegría y desparpajo en el vestir que en mi juventud se resumía al uniforme progre, que no era ni coqueto ni favorecedor. Sí, sí, envidio muchas cosas. Y para colmo, envidio que la juventud entra a diario en el discurso político. La palabra suena en las bocas de la izquierda, el centro y la derecha. Nadie quiere halagarme a mí, que soy cuarentona. Nadie quiere subvencionarme el carné de conducir, y eso que la Dirección General de Tráfico debería tener en cuenta que a mi edad soy más torpona y necesitaría muchas más clases prácticas y varios profesores de apoyo. Nadie piensa (no es mi caso, obviamente) en personas de mi edad que padecen el drama de no ser ni jóvenes ni viejas, y que, por tanto, no tienen acceso ni al pisito de los 30 metros cuadrados. Nadie se preocupa de nuestros dientes. Qué bonito sería que el ministro Soria nos dijera: "¡Luchemos por la sonrisa de nuestras cuarentonas!". Nadie quiere identificarse con las necesidades de las personas mayores de 40 años. Nadie imagina que también a nosotros nos gusta desmadrarnos y divertirnos, ni tan siquiera se lo imagina doña Teófila, la alcaldesa de Cádiz, que prepara un flamante botellódromo para facilitar el pedo gregario y juvenil. Cómo no morirse de envidia. Y seguro que una vez subsanada esa urgente necesidad de construir un pedódromo gaditano, las autoridades caen en la cuenta de que hay que facilitar unos búhos para que esas criaturas vuelvan a casa sanas y salvas y no se vean obligadas a poner su vida y la de otros en peligro.
Luego, la realidad desmiente tanta promesa porque los grandes subvencionadores de los jóvenes somos fundamentalmente los padres, a los que, por cierto, los pedódromos nos importan (concretamente) una mierda. Y lo cachondo es que encima esa juventud se abstiene en gran porcentaje. ¡Los que votamos somos nosotros! Anda, Bernat, majo, danos una dentadura, por caridad. -
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