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Columna
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Viva El Bocho

"Como fuera de casa en ninguna parte", decía el humorista y gastrónomo gallego Julio Camba, que en los últimos años de su vida sólo salía de su domicilio, en un lujoso hotel madrileño, con el compromiso de ser invitado a una buena mesa. Sólo fuera de casa puede comerse como se comía en casa cuando se comía en casa, y por eso, para paliar carencias y suscitar nostalgias, estaban las casas de comidas, especializadas en cocina casera, de olla y cuchara, de guiso y salsa de toma pan y moja. Estaban y dejan de estar, o están en peligro de extinción, como El Bocho, ilustrada e ilustrísima taberna de la calle de San Roque, semiesquina a la del Pez, de cuyas vicisitudes y avatares últimos se daba cuenta en estas páginas el pasado domingo. Van a cerrar El Bocho, el rumor cundió por el boca a boca de la fiel y variopinta parroquia que ha consagrado durante 60 años el entrañable prestigio del establecimiento.

Sólo fuera de casa puede comerse como se comía en casa cuando se comía en casa

Pero ni la autenticidad ni la historia bastan para salvar a El Bocho del cierre, previsto por el expediente de ruina del edificio, ruina propiciada por el abandono mal intencionado del inmueble propiedad de una Fundación de la Universidad de Salamanca, culpable por desidia y codicia de la desaparición de un modesto cenáculo, pintoresco escenario de la vida cultural y política madrileña, lugar de encuentro y tertulia de actores, artistas, periodistas, escritores, poetas, cineastas y políticos, alrededor de los manteles de cuadros, desde que en 1945 abrieran las puertas del local don Esteban Cedrún, santanderino recriado en Bilbao, y su esposa, doña Luisa Martínez, asturiana y cocinera de fuste y genio cuya presencia planea todavía sobre los fogones con el aroma de los buenos guisos y la vista de las selectas y honradas materias primas con las que se siguen elaborando los platos de más enjundia de la casa, la fabada y el pote, los callos, el rabo de toro y las albóndigas, los pistos, las menestras, los potajes y los alabados chipirones en su tinta con arroz.

Hubo un tiempo, en los años ochenta, en el que en El Bocho no se celebraban Consejos de Ministros, pero casi, así titulaba por entonces su sección "Confidencial" el periódico El Nuevo Lunes, que ponía en boca de Felipe González la frase "¿vais al Bocho?" dirigida a los miembros de su Gobierno a la salida de sus reuniones semanales. Hojeando recortes de esos años figuran los nombres de García Vargas, Solana, Barón, Borrell y del más asiduo, Ernest Lluch. La primogenitura de las cocinas pasó de las manos de la excelsa doña Luisa a las de sus hijas, Loli y Luisa, mantenedoras de la tradición y la pericia maternas; atendiendo las mesas con su padre y su tío, Juanjo y José Luis, está la joven María, tercera generación, y aún habría una cuarta, representada por el hijo que da sus primeros pasos en el local, si consiguen evitar el cierre que pende sobre sus cabezas, a pesar de que no hace mucho, para escapar de la ruina del edificio, tuvieran que efectuar obras de consolidación y remodelación que devolvieron el brillo a los escudos en relieve de las provincias vascas y de Navarra que se alinean detrás de la barra, aunque no borraron la pátina acumulada por las rústicas pinturas del comedor a lo largo de más de medio siglo de servicios prestados.

El Bocho, que abrió sus puertas como taberna de vinos y pintxos, se hizo restaurante después del éxito de algunas comidas encargadas por los periodistas del vecino Informaciones, en particular por el santanderino Jesús de la Serna, amigo y paisano de Esteban Cedrún.

Nacido en la calle del Pez y colaborador de aquel diario vespertino, este cronista lleva medio siglo encontrando su casa fuera de casa en El Bocho, donde comieron sus abuelos y sus padres los platos caseros, los mismos guisos que hoy devora su hija con nostalgia anticipada y buen apetito.

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