Instinto y memoria
Alguien dijo, lo he leído o soñado, que la memoria es lo que queda cuando se ha olvidado todo lo demás. Ahora andan excitando a la gente para que recuerde cosas que quizá no supo de primera mano y removiendo el muchas veces ficticio recuerdo personal, convirtiéndola en tropel de salteadores de cunetas a la busca de los huesos perdidos. Vamos quedando cada vez menos testigos vivos, y hablo de quienes, simplemente, han cumplido años, tantos como para conservar una idea fragmentaria de lo que pasó. Se ha vuelto a hablar de los famosos niños de la guerra, sin que se aclare cómo se produjo la siniestra exportación de menores, algunos hacia lugares civilizados, la mayor parte con destino al lóbrego embuste que fue la URSS.
Hay que suponer la estupefacta desesperación de tantas madres cuyos hijos eran confiscados
Una sección útil de 'El Caso' era la de establecer contacto entre gentes que lo habían perdido en la Guerra Civil
Hacía un año que se había iniciado la fraternal contienda y los facciosos estaban merendándose la mayoría del territorio español. Alguna mente retorcida, al servicio de la agitprop, inventó la especie de que los moros se comían a los niños, tras haberlos sodomizado y reducido a la orfandad. Había que poner a buen recaudo a los menores, para lo cual era preciso separarlos de sus progenitores, sin previa consulta. Hasta aquí, un hecho histórico no suficientemente explícito.
Hay que suponer el hondo drama que se instaló en aquellos hogares y la estupefacta desesperación de tantas madres cuyos hijos eran confiscados. No cabe definirlos como exiliados, porque ese concepto supone una deliberación personal, un acto voluntarioso. No. Se los llevaron y carezco de curiosidad, a estas alturas, por saber si hubo buena fe o -como se propagó- fue una toma de rehenes con la vista puesta en la coincidencia de la guerra española con un presunto conflicto mundial.
Quiero referir una anécdota que viví en razón de mi actividad profesional. Debió de ser hacia el año 1954 o 1956 cuando dirigía un popular periódico El Caso, en el que, por circunstancias extravagantes, sólo se permitía publicar un suceso de sangre por número. Su difusión y popularidad consistió en mantener el favor de miles de lectores ofreciendo informaciones y asuntos que mantuvieran vivo el interés. En aquellos años aún no existía la televisión, y la radio sólo daba noticias en los boletines de la emisora nacional, con la que estaban obligadas a conectar el resto. Lo seguían llamando el parte. No había noticias, los diarios se ocupaban de la política municipal, las crónicas de los corresponsales en el extranjero y las notas informativas de la policía y el Gobierno Civil.
Pero El Caso, que no rozaba -salvo rarísimas y muy escasas excepciones- problemas políticos conflictivos, se limitaba a proporcionar lectura atractiva para su clientela. Una sección útil era la de establecer contacto entre gentes que lo habían perdido en la reciente contienda. Así, cierto día, llegó a la redacción la carta de una lectora manchega, en estos o parecidos términos: "El día 14 de septiembre de 1937 se llevaron a mi hijo Benito, de ocho años. Me dijeron que era por su bien, pero no he vuelto a tener noticias suyas...". Daba pormenores de su aspecto, color de ojos, pelo, ropa, de su escaso equipaje y estado febril. Un drama más a sumar sobre los padecidos por la desdichada gente.
Semanas más tarde recibimos la misiva de unas personas que creían identificar al niño por la fecha, el nombre, aspecto e indumentaria. Habían pasado 18 años, y el dato más escalofriante era que la pista había acabado en un pueblo que sólo distaba del punto de partida unos 26 o 28 kilómetros. Algo debió ocurrir en la evacuación de aquel pequeño, abandonado tras la promesa de recogerlo más tarde.
Aquello era emocionante y grandioso para unos periodistas. Organizamos el encuentro entre madre e hijo, que se produjo dos días después. Yo estaba junto a la madre y unos 20 metros más allá, junto a la pared encalada del cortijo, el grupito con mis redactores y el muchacho. Con emoción, dije: "Señora, ahí tiene a su hijo". Aquella campesina envejecida, enlutada y abatida, partió como una exhalación y se fundió en un estrecho abrazo, punteado de insaciables besos, con uno de los fotógrafos. Sólo le encontramos gracia un gran rato después.
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