La indiferencia
La detención de buena parte de la dirección de Batasuna es un acto de difícil comprensión. El Gobierno central reitera que no se trata de una medida política y que su adopción sólo compete a los órganos judiciales. Lo que ocurre es que la justicia española ha llegado a tal pintoresquismo que, sinceramente, uno se pregunta si no sería mejor que estuviera controlada por el Ejecutivo antes de ser lo que ahora es: un refugio de manipuladores jurídicos que operan al albur de corrientes de aire cada vez más imprevisibles. El poder legislativo ha fabricado normas, como la Ley de Partidos, confusas, difusas y plenas de indeterminación jurídica, que en manos de ciertos magistrados sólo sirven para encadenar los sobresaltos. Con esos instrumentos ya no podemos hablar del juez sometido a la ley, sino del prestidigitador que se comporta como un incontrolado. Y es que a lo mejor hay algo peor que un juez sometido al poder político: un juez sometido a su capricho particular.
Pero después de criticar ciertas conductas jurídicas hay que reconocer que la izquierda abertzale y ETA gozan de una extraordinaria habilidad para neutralizar cualquier sentimiento de rebeldía o solidaridad que puedan suscitar las resoluciones dictadas en su contra. No hicieron falta muchas horas desde que Pernando Barrera anunciara un nuevo "ciclo de violencia" para que ETA intentara asesinar. Ante esa asombrosa combinación de profecía y amenaza, la crítica que pueden suscitar las ocurrencias de ciertos órganos judiciales queda en un segundo plano. Porque, sí, a lo mejor hay mucho que criticar en los jueces-estrella, pero un elemental sentido de la decencia obliga a hablar en primer lugar de la calificación que merecen los asesinos.
La respuesta de ETA a las últimas detenciones es un hecho siniestro que retrata, sin embargo, las insuficiencias de un movimiento político replegado sobre sí mismo, convencido ya de que, más allá de sus seguidores, le es imposible recabar un gramo de solidaridad o comprensión. La violenta respuesta de ETA muestra su soledad, pero también la de la izquierda abertzale. Nadie alza la voz a favor de Batasuna, ni siquiera cuando es víctima de resoluciones judiciales absurdas. La sociedad vasca les ha dado la espalda, lo cual, dicho sea de paso, tampoco es un sentimiento grandioso. No hay verdadera ética en la indiferencia que despiertan los avatares procesales del entorno radical, porque si la hubiera las movilizaciones serían mucho más activas cuando se producen atentados. Por desgracia, la ciudadanía no está para aspavientos democráticos: las concentraciones de protesta han vuelto a convertirse en escuálidas agrupaciones de políticos, como un fotomontaje dirigido a los medios de comunicación. Por parte de la sociedad sólo hay desánimo. O indiferencia. Es tan triste como eso.
La soledad en que se encuentra la izquierda radical cada vez que recibe una bofetada del Estado no es producto de ninguna decisión consciente, de ninguna voluntad firme por parte de la ciudadanía vasca. Es fruto de la apatía, del desapego, de la indiferencia que despierta ese mundo, una indiferencia nada heroica, una indiferencia pasiva y vergonzosa de la que no podemos enorgullecernos porque es la misma que en otras ocasiones les permite tomar la calle sin contestación ciudadana. Pero esa indiferencia no deja de ser también un símbolo elocuente: la izquierda radical gestiona un submundo político y moral tan alejado de las preocupaciones populares, maneja referentes tan remotos, que a la mayoría no le importa mucho si sus dirigentes están dentro o fuera de la cárcel, si sus manifestaciones son legales o ilegales, o si los interrogatorios a los que deben someterse son más o menos corteses.
Hemos llegado a un punto tan amargo como este. La izquierda abertzale experimenta un proceso de lenta pero irreversible grapización social, y eso, a medio plazo, compromete la supervivencia de un movimiento que sólo sabe perpetuarse apelando constantemente a la sobreexcitación política. En ese sentido, la izquierda violenta camina en contra de la historia. Mientras que todos los demás, acaso, nos comportamos como un objeto flotante, llevado por la corriente de los tiempos.
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