¡Cuánta torpeza!
Francisco Camps se ha apuntado al último disparate que sacude el país. El president concede hoy, 9 d'Octubre, la Alta Distinción de la Generalitat Valenciana al rey Juan Carlos, que naturalmente no acudirá a recogerla. Que el galardón es fruto de la estrategia partidista que ha puesto en marcha el Partido Popular es algo que salta a la vista se mire por donde se mire. No es ya que no se haya consensuado con el resto de fuerzas políticas representadas en las Cortes, algo que no hubiera exigido demasiada cintura política sino solamente un poco de sentido institucional. Es que además parece indudable que la decisión ha sido precipitada y fruto del oportunismo más ventajista. El hecho de que se otorgue la misma Alta Distinción al presidente del Consell Valencià de Cultura, Santiago Grisolía, que era el premiado previsto y al que no se podía hacer un feo a cuatro días de la entrega, demuestra que el premio al Rey se otorga al rebufo de las últimos alborotos antimonárquicos. Unas algaradas que el PP intenta echar en cara a José Luis Rodríguez Zapatero para cerrar el círculo del discurso de la España rota por la reforma de los estatutos, las negociaciones con ETA y el referéndum de Ibarretxe. Es decir, Camps premia al Rey para deslizar el discurso de que mientras Zapatero no sabe frenar las quemas de fotos del Monarca, el PP reconoce su contribución a la democracia y la autonomía. Un ejemplo más del burdo manual de agitación y propaganda que se gasta la derecha española.
Pero en este país, la torpeza no es monopolio de nadie. Antes bien, se halla bien repartida en gremios, partidos e instituciones. Porque habrá que recordar que la chispa que ha provocado los conatos de incendio antimonárquicos, fue algo tan chocarrero como la zafia viñeta de El Jueves sobre los Príncipes y la paga de natalidad. El secuestro de la publicación a instancias del ministerio Fiscal no fue solo una medida desproporcionada e inútil en una sociedad con acceso a Internet. Fue peor, empapelar a los humoristas consiguió el efecto contrario, sólo hizo que amplificar lo que hubiera quedado en una salida de tono, más o menos soez, pero restringida al limitado ámbito de unos lectores acostumbrados a la sal gruesa de la publicación. Ya lo dijo un diputado cuando Napoleón mandó ejecutar al duque d'Enghien: "Es peor que un crimen; es una torpeza". Y en este asunto a alguien le perdió el exceso de celo. ¿Por qué? Por paternalismo, por una inseguridad ante la que se reacciona con demasiado proteccionismo. Si el objeto de la chanza hubiera sido el Rey, la reacción hubiera sido más atemperada. Aquí la figura del rey Juan Carlos la respetan hasta los de Esquerra Republicana. En este país hay muchos juancarlistas, pero no tantos monárquicos. Las dudas sobre la institución se plantearán cuando el Príncipe suceda al Rey y el intento de emplumar a los humoristas revela que a alguien en La Zarzuela le han saltado las alarmas antes de tiempo.
Y no menos torpe ha sido la actuación contra los jóvenes independentistas que estos días han quemado fotos del Rey. Aplicarles la sección del Código Penal que sanciona los delitos contra la Corona es concederle un rango político que sobredimensiona el alcance de los hechos. Puede que al Gobierno le haya perdido sus propios complejos respecto del PP y haya querido demostrar que no es tibio frente unas algaradas que la derecha no ha dudado en llamar la kaleborroka catalana. De momento, lo único que se ha conseguido es movilizar al independentismo catalanista y hacerle aparecer como víctimas generando solidaridades en sectores republicanos y nacionalistas más moderados. Una movilización que convenientemente amplificada en los medios de la derecha retroalimenta el discurso de que España se rompe.
De nuevo ha faltado finura. ¿Por qué otorgarle tanto ringorrango penal y por ende político a lo que no es más que una gamberrada? ¿No hubiera sido más eficiente una simple multa administrativa por desordenes públicos? Más allá de la cuestión de si quemar un símbolo es igual que quemar lo que representa, lo que el Gobierno debería haber dejado claro es que no se debe de quemar nada, sea la figura del rey de España, o la del vecino de enfrente. Entre otras cosas porque se puede producir un incendio, no político sino real, no de realeza sino de realidad. Esa hubiera sido una buena lección de Educación para la Ciudadanía y no aplicar sin más el artículo 491 del Código Penal. Menos fiscales y más pedagogía política.
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