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Columna
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Consumatum est

Siempre que se anuncia un proyecto público con el que estamos en desacuerdo -sin entrar ahora en si se trata de postura propia, pertinente y acertada- pensamos que no se va a llevar a cabo. Y huroneamos argumentos para fomentar las esperanzas de que el presunto atentado nunca tendrá lugar. Es una postura -o posicionamiento, como los majaderos y majaderas sueltan ahora- lícita, siempre que se mantenga en los límites de cada cual, o sea, sin una peligrosa capacidad de influir en el resultado final.

Por distintas razones, uno se decantó por la protesta ante la destrucción o sustitución del claustro de los Jerónimos, sin confesar la querencia de los lejanísimos tiempos en que vivió en aquel barrio durante los años felices de la adolescencia. Tampoco fuimos partidarios de las remodelaciones del Museo del Prado, quizás también por el oscuro, inconfesable y pertinaz egoísmo de estimar que la cultura y su conservación son cosa de minorías competentes y respetuosas.

Sería plausible la preparación del pueblo para saber estimar y paladear un buen cuadro o escuchar una feliz interpretación

Hace pocas fechas que se celebró la primera de las llamadas noches blancas de Madrid, que mantiene el espíritu de la novela rusa en cuanto a las horas de vigilia, pero la entregan al incitado saqueo del populacho indiscriminado. Comprendo, con algún esfuerzo, el concepto del pillaje de una población y del robo de sus tesoros, como capítulo accesorio de una guerra antigua, donde el salario se lo cobraban los supervivientes a costa del vencido -¡ay de ellos!- con la agria e inútil repulsa de la posteridad. Pero tengo por reprobable la capitulación gratuita del resguardo de los tesoros artísticos, convocando a una ciudadanía que se comporta como en un festejo en prado descubierto, franqueando los recintos museísticos que deberían estar en permanente seguridad.

Supongo que, como cualquier extravagancia, una vez, de tanto en cuanto, no hace daño; lo malo es que las autoridades municipales le tomen el gusto a estas convocatorias y piensen que entregar a las masas las delicadas y frágiles muestras del patrimonio artístico les confiere una popularidad que lleve a eternizarles en el suculento puesto. Cavilemos sobre el lastimoso pretérito inmediato que le aguardaba a la plaza de Cibeles, tras una victoria del Real Madrid.

No es, en absoluto, injurioso proclamar el concepto elitista de las artes consagradas. Sería plausible la preparación del pueblo -desde las primeras instancias pedagógicas- para saber estimar y paladear un buen cuadro o escuchar una feliz interpretación de música que no precise del rugido, de los chillidos histéricos ni del incongruente alumbramiento de cerillas o mecheros, siempre que se ofrecieran recitales tumultuarios para fumadores o no fumadores.

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El pretexto de la convocatoria no es la generosa exposición de las artes, sino el señuelo que tiene todo lo gratuito y el placer que experimenta la multitud sembrando su paso de papeles, envases de bebidas y demás rastros fisiológicos. Siempre me llamó la atención que hubiese largas colas, durante varios días, para asistir a los sorteos de la Lotería de Navidad, donde la coacción personal nunca torcía la suerte hacia los que presenciaban el evento. Ni ese desbordamiento de masas el primer día de rebajas en El Corte Inglés.

Madrid brinda al nativo y al forastero más de 15 museos, incluido el Prado; cuatro o cinco fundaciones privadas con muestras permanentes, cerca de 100 galerías que ofertan lo último de las expresiones plásticas, salas de conciertos, docena y media de lugares donde se pronuncian conferencias, bibliotecas, hemerotecas públicas, sin hablar de la proliferación de anticuarios, cuyas raíces suelen estar hundidas en el Rastro. Capital de una cultura intrépida, manantial de genios, aula y cátedra de sabios es un muestrario de belleza devaluada. Cualquier idea, por enrevesada o perversa que fuera, acaba convirtiéndose en catastrófica realidad. Eso ha pasado con el Museo y los Jerónimos y tendremos que tragárnoslo, con patatas o solo.

Consumatum est y como rezaba un graffiti en los muros de la Sorbona: "La cultura, como la mermelada, cuando menos hay más preciso es extenderla". Pues nada, a disfrutarlo, que no todos los días viene el señor Springsteen a encandilarnos.

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