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¿Fiebre republicana?

Les confesaré que el repentino debate mediático acerca de la Monarquía me ha pillado por sorpresa. No tenía la sensación -y, la verdad, sigo sin tenerla- de que evaluar las virtudes y los defectos del actual parlamentarismo coronado por comparación con una eventual alternativa republicana estuviese ahora mismo entre las preocupaciones mayores de los actores políticos, menos aún de la ciudadanía de a pie. Pero, puesto que la polémica está ahí, me permitirán que la aproveche para esbozar algunas reflexiones.

En primer lugar, es imprescindible distinguir entre las expresiones antimonárquicas registradas últimamente en ciertas frecuencias radiofónicas y columnas de prensa que se emiten o se redactan desde Madrid, y el pirorrepublicanismo callejero en Cataluña. Lo de la capital del Reino supone la resurgencia consciente de una pulsión falangista que concibe la jefatura del Estado como un caudillaje político y, desde esta lógica, acusa a don Juan Carlos de no ganarse el sueldo. El fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, se hizo republicano por rencor hacia el modo desconsiderado en que Alfonso XIII se desembarazó de su padre, el dictador Miguel Primo de Rivera, en enero de 1930. Estos neojoseantonianos de ahora reprochan al Rey no haberse opuesto al proceso negociador con ETA o al Estatuto catalán; es decir, lo acusan de no haber sido un rey-caudillo-guardián de los Principios Fundamentales según lo concibió Franco en 1969. Ni que decir tiene, si don Juan Carlos hubiese escuchado a tales "consejeros", la aceptación de la Monarquía estaría hoy bajo mínimos en Cataluña y en el País Vasco.

Y, por lo menos en Cataluña, éste no es el caso. Las decenas o cientos de fotos del Monarca quemadas en distintas poblaciones del principado a lo largo de las últimas semanas son una expresión infantil de radicalidad política, un sidral anecdótico al que la magnificación mediática y la sobreactuación judicial han dado inmerecido relieve. Pero no creo que en la sociedad catalana el sentimiento republicano haya aumentado ni una décima de punto. Y estoy convencido de que esa piromanía de pacotilla es antagónica de una pedagogía seria sobre las plausibles ventajas del modelo republicano frente a la Monarquía hereditaria.

¿Se infiere de ello la tesis de una Cataluña fervorosamente monárquica y rendidamente cortesana? Eso sería un imposible histórico. No se puede perder de vista que, en este país, el sentimiento antiborbónico tiene tres siglos de antigüedad, ni que la cultura política republicana fue socialmente hegemónica desde 1870. Si a los republicanos se les sumaban los carlistas, el bloque antidinástico -es decir, hostil al reinado de Isabel II y de sus descendientes- era abrumador desde finales del siglo XIX. Un dato: la última vez que Barcelona envió a las Cortes a un diputado alfonsino -o sea, explícitamente identificado con la monarquía de Alfonso XIII- fue en 1901, treinta años antes de que esa monarquía cayese. El franquismo no contribuyó precisamente a alentar la causa monárquica, sino más bien a que muchos catalanes idealizasen el recuerdo de la breve experiencia republicana. Y en 1975 la hipótesis de un Juan Carlos el Breve encontró aquí amplio eco, por lo menos entre las minorías politizadas.

Por supuesto, numerosos ciudadanos mudaron luego de opinión y, a la vista del apoyo del Rey al cambio político capitaneado por Suárez, más aún tras la conducta de don Juan Carlos el 23 de febrero de 1981, concluyeron que el Monarca había adquirido una legitimidad de ejercicio muy superior a la seudolegitimidad de origen transmitida por Franco; o sea que se había ganado el puesto en buena lid. De ahí el tópico según el cual, más que monárquicos, lo que hay son juancarlistas, sobre todo en Cataluña. Ahora bien, tampoco cabe olvidar que, desde el tejerazo, han pasado ya más de 26 años; es decir, para toda una generación sin experiencia vivida del episodio, aquel intento de golpe de Estado, no digamos ya los difíciles éxitos de Suárez y del Rey en 1976-77, resulta casi tan lejano como la batalla de Bailén. Es comprensible, pues, que la gratitud colectiva derivada de aquellos sucesos se haya ido disipando.

La Monarquía ha sido, en España, una institución demasiado cuestionada -tres destronamientos, otras tantas restauraciones y al menos tres guerras dinásticas en 200 años, varias décadas de manoseo de la corona por parte del franquismo...-, demasiado involucrada en las confrontaciones partidistas, para gozar hoy del estatus casi sagrado que poseen sus homólogas británica, sueca o danesa. Por eso resultaría suicida que el Monarca o su heredero volviesen a tomar partido en los debates ideológicos o territoriales, que volviesen a borbonear como Alfonso XIII -esto es exactamente lo que les exige el ayatolá de la Cope- y a erigirse en factor de división política o social.

En cuanto a Cataluña, ésta no es el reducto de republicanos feroces, con la tea en una mano y la guillotina en la otra, que pintan algunos demagogos. Un miembro destacado de la familia real, la infanta doña Cristina de Borbón, lleva casi dos décadas viviendo y trabajando entre nosotros con la más absoluta normalidad, perfectamente adaptada al medio y sin toparse con indicio alguno de antipatía o de rechazo. A mi modesto juicio, he aquí el modelo a seguir: una Monarquía de la normalidad y de la discreción, capaz de acomodarse a la pluralidad interna del Estado sin necesidad de proclamarlo y consciente de que -como dijo Renan de la nación- también la realeza se sostiene sobre una especie de plebiscito cotidiano. Seguramente esto, mejor que las hipócritas preces pedidas por el cardenal Cañizares, sacará a la Monarquía de la ficticia "crisis" presente.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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