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Columna
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La infancia

Ocurrió hace unos días cuando iba caminando y cavilando más de la cuenta por un camino sin asfaltar entre esos sembrados planos y segados de Castilla-La Mancha, que parecen no terminar nunca. De pronto me crucé con un enorme rebaño de ovejas, que se desvió hacia la derecha en dirección al infinito, pero una de ellas se quedó rezagada, tumbada en medio de la carretera, y cuando el rebaño se encontraba a considerable distancia, la oveja se puso en pie y parió. Soltó la carga allí mismo, sin llamar la atención, en una soledad abrumadora. El sol se estaba poniendo y por los contornos no se veía a nadie más que la oveja, el recién llegado al mundo y yo. Por supuesto, son cosas que ocurren a cada momento en el campo, pero en este caso se había producido en el centro de una carretera o camino por el que podría pasar un coche o uno de esos ruidosos y aparatosos quads, que se encargan de rematar cualquier resto de paz, y llevarse a la madre y a la cría por delante.

La verdad es que me sentía bastante inútil. No sabía silbar fuerte para alertar al pastor, no sabía si debía coger a la cría y apartarla del camino, no tenía la menor idea de si cuando la oveja me miraba me pedía ayuda o me decía que no se me ocurriera acercarme. Mientras tanto esta sabia madre se dedicó a limpiar a su retoño hasta que empezó a aparecer el pelaje algodonoso y se las arregló para que a la media hora el corderillo ya se pusiera en pie y anduviese. En un abrir y cerrar de ojos se hizo autónomo. Llegados a este punto, cuando creo que ya todos nos hemos acordado del cuento de Clarín, ¡Adiós, cordera!, apareció una furgoneta y se los llevó. La magia se había acabado.

Volví a casa haciendo las inevitables comparaciones entre este nacimiento y el de un niño. Es increíble que siendo los humanos tan frágiles lo hayamos invadido todo, pero eso no quiere decir que la infancia no continúe siendo extremadamente vulnerable. Como explican Sarah-Jayne Blakemore y Uta Frith en el esclarecedor libro Cómo aprende el cerebro (Ariel), a los tres meses el pequeño puede coger un objeto y fijar la vista en él, a los cuatro o cinco meses puede distinguir el color y movimiento de un objeto, a los ocho empieza a desarrollar la memoria visual. El asunto es lento.

¿Quién puede recordar lo que le pasó cuando tenía dos años? La realidad es que con un niño se puede hacer cualquier cosa. Y como se puede, algunos las hacen. Los cerdos de los pedófilos están a la orden del día en sus variados registros. Y lo llamativo es que haya tantos. ¿Cómo puede haber tanta gente a la que le atraigan sexualmente los niños?, ¿qué tienen en la cabeza? No podrán evitar que les gusten, pero sí pueden evitar abusar de ellos. Es un problema y una realidad muy crudos que va aflorando en los medios cuando hay una redada o una denuncia y que preferimos no contemplar cara a cara, pero que no se aborda como se merece. Puede que la solución no sea publicar las fotografías de los acusados en la plaza pública como están haciendo en Bogotá, pero sí que habría que llevarlo a debate, sacarlo a la luz, que hechos con una repercusión social tan grave no queden semisepultados en la vergüenza colectiva mientras hay sufrimiento de por medio.

Los niños tienen que cargar con un mundo adulto que no comprenden y del que dependen, y por mucho que los rodeemos de juguetes y dibujos animados tienen que luchar contra él para crecer. En el mejor de los casos será una lucha de aprendizaje, en el peor, atormentada y odiosa. No tengo palabras para esa panda de padres que ha metido a sus hijos en un reality show en EE UU y para las instituciones públicas que lo consienten, ¿y los que adoptan un niño y cuentan públicamente cosas de la vida privada de ese niño como lo pobrecillo que era cuando lo acogieron y las enfermedades que tenía?, ¿y los que los dejan solos encerrados en un coche, como ha sucedido estos días, o en la habitación de un hotel como en el archifamoso caso de los superdoctores McCann?

Existe una extraña indulgencia en nuestra sociedad con el comportamiento de los padres, cuando padre y madre puede ser cualquiera, y aunque no es fácil educar a los hijos por lo menos tendríamos que reconocer nuestros fallos.

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