Itziar Lozano, pionera del feminismo mexicano
Dirigió durante 15 años el centro de CIDHAL
Itziar, Iciar, It-sar, Ichtar, Aisat... eran algunas de las voces en que sonaba su nombre vasco cuando era dicho con el deje mexicano de las mujeres que siempre la rodearon. Mujer menuda y de sonrisa permanente, voló pronto de su barrio de Las Arenas para, allá por los años sesenta, cruzar el Atlántico. Tras doctorarse en Psicología en Estados Unidos, donde decidió llamarse Karen porque, como decía entre risas, "esos gringos ni se imaginaban cómo se podía pronunciar mi nombre", fue un tiempito a México. Se quedó el resto de su vida, hasta el 24 de septiembre, en que su cuerpo se agotó entre la lucha contra el cáncer y sus inmensas ganas de vivir.
Vasco-mexicana como era, la nacionalidad era apenas un rasgo, no el principal. Su primera definición fue la de feminista. Incansable, pionera, maestra. Posiblemente no haya grupo feminista en México y Centroamérica que no sepa quién es ella, no recuerde su inconfundible acento mestizo enfundado en un tono suave y cadencioso.
Viajera incansable, tenía una inmensa pasión por escuchar. Llevó a la Ciudad de México su saber y convicciones, y una de estas la distinguió entre el reducido grupo de feministas de los años setenta: estaba convencida de que el feminismo no debía ser exclusivo de una élite, que era posible y necesario que las mujeres más pobres se reconocieran en sus propuestas.
Peleó durante años por su idea; organizó encuentros feministas; impartió miles de charlas, talleres y cursos; fue profesora visitante en distintas universidades en este y aquel lado del Atlántico; cobijó redes nacionales y latinoamericanas..., y hasta tuvo su periodo de funcionaria en el Instituto de la Mujer de la Ciudad de México. Dejó su estela entre las feministas latinoamericanas con su andar deprisa y su despiste permanente, con una voluntad a prueba de resistencias. Y cuando ya no quedaba nadie despierta para escucharle uno más de sus múltiples proyectos, podía sacar su armónica y convertir sus ideas en un dulce sonido...
Hubo un tiempo en que se planteó la vuelta a Las Arenas, pero al final nunca se decidía. Cuando la enfermedad la alcanzó tomó la decisión definitiva. Por más de cuarenta años había creado su casa en la Ciudad de México, en el barrio de La Condesa, dejando entrar por la ventana de su despacho el olor dulce de la pastelería La Gran Vía y a unos pasos del parque España, ese que se construyó para recordar a los refugiados de la Guerra Civil.
Decidió morir allí, rodeada del cariño de Isabel, de sus amigas, de sus hermanas, de sus sobrinas... Demasiada vida para comprimirla en unos párrafos... Sólo nos queda repetir el saludo que usaba cuando venía por estas tierras: "Agur, manita, hasta la siguiente, allá, acá, o vaya usté a saber dónde".

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