Polémica sobre una caricatura
José Jiménez Villarejo ha tenido la amabilidad de responder el 5 de septiembre a mis puntualizaciones sobre un artículo suyo anterior relativo a injurias al príncipe de Asturias. Esta polémica ha puesto de relieve varias cosas que el estudio sobre el estatus de la Corona, de sus miembros y adláteres está por hacer: cierto temor reverencial ha favorecido esta inopia jurídica; en segundo lugar, que, mientras nosotros polemizábamos, los hechos han ido evolucionado. Con mejor información que un servidor, el magistrado Villarejo nos da cuenta de que la acusación del Ministerio Fiscal ya no es por injurias -no podía serlo, argumentaba yo-, sino que lo es por un delito del artículo 492.2 del Código Penal -vid. un ejemplar del texto legal en www.ub.edu/dpenal/cp_vigent.pdf-; esto es, por utilizar la imagen de los miembros de, grosso modo, la familia real "de cualquier forma que pueda dañar el prestigio de la Corona". Nada que ver, pues, con el honor, que no es subjetivo, como pretende Jiménez Villarejo con la reseña sólo del primer párrafo del artículo 208 del Código Penal, sino objetivo, si se lee dicho precepto al completo, y poco tiene que ver con la dignidad, protegida en el artículo 173.1 del Código Penal.
Dejando de lado, que es mucho dejar, la justificación de la inclusión en esta peculiar protección penal de sujetos pasivos que ninguna función pública ni tienen ni pueden tener, que sólo una cortesía muy dilatada equipara de facto a la del jefe del Estado, el precepto es de los de atar la mosca por el rabo. Así, hasta el más lego de los lectores se preguntará legítimamente qué es dañar el prestigio de la Corona y cómo se mide ese daño. Descartado acudir a la opinión del titular de la Corona, vista la losa de la irresponsabilidad constitucional, o nos quedamos con la interpretación que de daño hagan los tribunales o acudimos a un peritaje, seguramente demoscópico. Una mera interpretación normativa del daño no es coherente con la acepción claramente naturalística que de daño ofrece el resto del Código Penal. Acudir a una interpretación demoscópica no resultaría descabellado, pero sí algo desmesurado. Sea como fuere, la potencialidad del daño ha de quedar acreditada, y aquí lo único que me parece que se puede acreditar es la ordinariez del dibujo. Que los plumillas -lo digo por el instrumento presuntamente utilizado- han menoscabado en lo más mínimo, real o potencialmente, a la Corona me parece una quimera: ni ellos, ni solos ni en compañía de otros, me parecen capaces de tal fuerza, ni la Corona parece ser la de una Monarquía de invernadero.
Sea como fuere, cierro esta amistosa polémica. Intentaré ahora centrar mis afanes en el cuerpo nacional de voluntarios linchadores de convictos no resocializados o en los tribunales que ven detenciones ilegales donde no las hay o en los que ven juicios justos donde nunca los hubo.
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