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Columna
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Marian

Rosa Montero

Marian era el rumano que se quemó a lo bonzo en Castellón, cercado por una miseria desesperada. Tres semanas después de arder como una tea, Marian murió en el hospital solo como un perro, porque dos días antes su mujer y sus hijos habían regresado a Rumania. Como los seres humanos tenemos una parte indudablemente egoísta y mezquina, es probable que, al enterarnos de que su familia le había abandonado, intentáramos extraer de ese dato cierto alivio ante el desasosiego que sentimos por la atrocidad de lo sucedido. Vaya, después de todo, a lo mejor no era un hombre tan normal, tal vez no era una familia tan normal, puede que, a fin de cuentas, la situación no estuviera tan clara. Todo con tal de poder olvidar el asunto. Con tal de regresar a esa bendita ignorancia del horror en la que vivimos y que tanto nos facilita la existencia. Porque saber que una persona más o menos vecina, un hombre con quien nos podemos cruzar por la calle, puede llegar a tal estado de absoluta angustia y aflicción por 400 euros, es algo muy difícil de digerir. Algo que nos mancha, con razón, de un sentimiento de corresponsabilidad.

Pero resulta que sí era un hombre tan normal, y una familia tan normal, y una situación trágicamente clara. Lo tremendo es que esa miseria brutal, esa indigencia feroz y mutiladora, es algo demasiado normal en nuestro mundo. El espléndido reportaje de María Sahuquillo publicado ayer en EL PAÍS sobre la familia de Marian nos habla de una realidad desoladora; de barrios suburbiales paupérrimos y aplastados irremisiblemente por la desdicha; de una casa con la luz y el agua cortados por falta de pago desde hace meses; de la enfermedad (el hijo pequeño, Dragos, de tres años, está ahora internado en un hospital con neumonía), el miedo y el sufrimiento, y de una realidad tan bárbaramente carente de todo que también carecen de futuro. Estamos hablando de Rumania, en la Unión Europea; y de España, el noveno país más rico del mundo, en donde un pobre hombre desesperado fue empujado hasta la locura por 400 euros y por una marginación social tan aplastante que tuvo que quemarse vivo para que nosotros pudiéramos verle y enterarnos.

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