Todos a por todas
No podría decirse que el periodo veraniego haya servido para contener la fenomenal batalla mediática en que consiste la política española. Sea por los desastres catalanes, sea por el recrudecimiento del terrorismo -abre todos los frentes, como si los hubiese cerrado-, bien por los atisbos de crisis económica o por los optimismos zapateriles, los políticos que han quedado de guardia, unos profesionales, no han perdido el tiempo y han podido despellejarse a modo. Agobia que haya cuajado en la vida pública española esa costumbre de saltar en tromba a la primera, bien con presagios de catástrofes inminentes, bien con apologías de los cariños gubernamentales. La cotidianeidad se ha instalado en el tremendismo, el todo y nada, de modo que a diario asistimos a ruidos y truenos. En todo instante parece quebrar la unidad de España, colapsarse para siempre (mientras estén estos) nuestra prosperidad. O bien escalamos la cima hasta las más altas cotas del progreso nunca conocido. No hay términos medios: o se sube al Everest o se hunde el Titanic.
Lo más raro de la áspera política española es su constante agresividad, los malos modos, los desprecios
Fernando Alonso constituye un modelo para nuestros políticos, para que se les sosiegue el ánimo
El problema no reside en que de esta forma no sepamos a qué atenernos -el desconcierto por la política es nuestro estado natural-, sino que nos acostumbramos al griterío y ya casi ni lo oímos, por lo que tanta bronca puede convertirse en algo políticamente inútil. Lo mismo que no tenemos capacidad de vivir siempre en lo sublime, asistir un día y otro a choques transcendentes entre masas continentales, aun con su emoción, se nos puede convertir en trivial, de tal modo que no le demos la importancia debida.
Conscientes quizás de nuestras limitaciones al asimilar la importancia del momento histórico que vivimos o de la sordera que nos acucia por exceso de decibelios, los estados mayores de los partidos que dirigen nuestra vida -o se aprestan a ello- se han tomado el final del verano como un nuevo impulso hacia las hostilidades.
Tiene una lógica aplastante: si nos estamos acostumbrando al estruendo, se debe subir el volumen, más ahora que llegan elecciones y en seis meses se consuma la lucha por el poder que empezó nada más comenzar la legislatura que nos ocupa. Ésta ha sido hosca y subirá el diapasón. Como todo se deteriora, derivamos ya hacia incidentes chuscos. El más ridículo ha sido el reciente lío sobre la Educación para la Ciudadanía, muestra de las limitaciones de la derecha que arrastramos -presta a pescar en río revuelto... y a revolver las aguas a ver si salen peces-, así como de la incapacidad de lo más sagrado de la Iglesia española por superar el Concilio de Nicea. Han sido verdaderamente incomprensibles los extremos a que se ha llegado. Un sujeto afirmaba por televisión que en Educación para la Ciudadanía -de cuya pertinencia resulta difícil albergar dudas- se enseñará "lo que antes solía llamarse corrupción de menores". Se quedó tan fresco.
En los estertores de esta legislatura se intensificará lo que ha sido hábito -que no hace al monje, pero se da un apaño- y las aguas bajarán aún más revueltas. Es decir: tremendismo a tope, presentar cualquier ocurrencia como un dechado de agudeza política, fustigar a Gobierno u oposición por todos los lados, sin descanso y no necesariamente con razones. En nuestro exabruptismo político no se trata de atisbar programas o ideas, sino mostrar actitudes, contundencia y decisión, y que el otro es un total inepto que lleva (o llevaría) a España al desastre y que carece de sentido común. La agresividad cotiza en el sentir de los estrategas políticos y no se trata ya de denostar al adversario, sino de ridiculizar al enemigo, que, por definición, no sabe hacer la o con un canuto. No parece un mal procedimiento, pues es lo que la ciudadanía tiende a pensar de los mandos. Siempre que el emisor logre salvarse de la quema, que no parece probable.
Así que la batalla final -que unos quisieran Waterloo y otros el paso del Mar Rojo a pie enjuto siguiendo a Moisés-, la que culminará los misterios dolorosos de estos cuatro años, se avecina arisca y repetida.
Lo más raro de la áspera política española es su constante agresividad, los malos modos, desprecios olímpicos, el cruce de bravuconerías, esa imagen de que todo vale y de que no es necesario ajustarse a criterios de verdad y lógica, mientras se asemeje a un triunfo vital de los que computan en las tertulias y quizás en las encuestas. Choca, porque no se corresponde con el comportamiento habitual que hay en España en otras esferas de la vida, las profesionales, artísticas, lúdicas, convivenciales... A veces hay mala uva, pero suelen predominar la educación, los buenos modos y la corrección en el comportamiento, pues a la gente le gusta llevarse y verse bien. Hasta las puñaladas traperas, que las hay, suelen darse con galanura y media sonrisa, lo que siempre es de agradecer. Lo de los políticos españoles es justo lo contrario. Parecen haber llegado de otro mundo.
Por eso debe celebrarse que haya aparecido un punto intermedio en las imágenes públicas, situado entre la afabilidad común y la impertinencia del político español. Es Fernando Alonso, el de la Fórmula 1, que ha llegado para quedarse. Además de solidez profesional, aporta agresividad, sensación de que está dispuesto a darlo todo por ganar, un punto de chulería y no excesiva preocupación por caer simpático. Es la antítesis del modelo tradicional del deportista español, tipo Induráin -a cuyo prototipo se ajustan Nadal o Gasol-, siempre bondadoso, modesto, con alguna timidez y aspecto de no haber roto nunca un plato. Entre esos despliegues de sosez y ternura y la brutalidad intelectual del político medio español que invade los telediarios, la virtud la representa Alonso: ni tanto ni tan calvo. Constituye un modelo para nuestros políticos, para que se les sosiegue el ánimo y logren el justo punto. Sobre todo porque gana, emociona, exaspera y hace feliz a la gente.
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