Mochilas y marcadores
Volver a la infancia significa en España tomar conciencia no sólo de que pasa el tiempo, sino también de que ha pasado la historia por nuestras casas. Todos los meses de septiembre la vida vuelve por unos días a la infancia. Empieza el curso, es decir, empieza verdaderamente el año, los colegios abren sus puertas, las librerías se llenan de padres y madres en busca de manuales, y un orden tan optimista como fugaz se apodera de los dormitorios infantiles. Los libros forrados, los estuches con todos sus lápices de colores y las libretas limpias, con el nombre de cada asignatura bien escrito en la primera página, invitan a la confianza y a una alegría nerviosa más cercana a los sacapuntas que a las gomas de borrar. Una realidad viva, capaz de ilusionarse todavía con el porvenir, se extiende por los almanaques de un mundo que siente niño o niña, mientras baraja nombres de profesores y los restos de su bronceado se diluyen bajo la ropa de la ciudad. Luego vendrán los días de frío y las tachaduras, las mochilas rotas y el barro de los zapatos. Pero en el origen de los cursos y de los años, o en el curso de los años, late sobre todo la ilusión por competir con el futuro, por correr más que él, una prisa que sirve para saltar de asignatura en asignatura y entretener la vida.
La inauguración del curso deja unos sentimientos muy parecidos a las inquietudes del deporte, otro modo de volver a la infancia y de animarse a llorar y gritar con una pasión inocente, volcando la suerte en un fuego que no quema, en una aventura de éxitos y peligros sin gravedad. Volver a la infancia nos sirve para comprobar lo que hemos cambiado nosotros y lo que ha cambiado la infancia. Las mochilas de hoy son muy distintas a las mochilas de ayer, que tenían pocos libros y materiales humildes, pero pesaban mucho más, porque llevaban dentro todo un imperio falso, y una iglesia universal con sus ladrillos y sus santos, y una tonelada de miedos, y varios kilos de distancias entre niños y niñas, entre el sexo y el catecismo, entre la patria gloriosa y el precario provincianismo de nuestras empresas cotidianas.
Nos sentábamos ante el televisor para ver una olimpiada o unos campeonatos del mundo, y aplaudíamos a los gloriosos compatriotas que conquistaban con coraje el penúltimo lugar. Siempre ganábamos ellos a nosotros. La retórica jugaba con las personas del verbo y con los salarios a final de mes. De vez en cuanto había un aumento de sueldo o surgía un genio. Eran el tenista oficial, el gimnasta, el motorista, personajes únicos, que se comportaban en la vida nacional igual que el ateo oficial, el liberal o el cura en las novelas decimonónicas. Tipos curiosos en la existencia monótona de la ciudad provinciana. Ahora nos permitimos hasta el lujo de sentirnos tristes por una medalla de plata en baloncesto, y quedan casi en silencio otras hazañas deportivas de primera magnitud. Sí, la historia ha pasado, y las mochilas ya no cargan con manuales de Formación del Espíritu Nacional, sino con libros que hablan de ética, de filosofía, de una educación para ciudadanos. Los alumnos españoles, igual que los franceses o los alemanes, hablan ahora de los valores constitucionales de un Estado de Derecho y de las responsabilidades de los seres humanos que no quieren ser racistas, ni machistas, ni violentos. La historia pasa, pero deja huellas entre campeonatos del mundo y medallas de oro. En medio de los éxitos deportivos, mientras el Sevilla juega en Europa y el Almería le planta cara al Real Madrid en el Santiago Bernabeu, mi Granada Club de Fútbol, en su temporada de Segunda B, me ayuda a recordar lo que significaba ser español en mi infancia. Todavía no hemos ganado un partido. También agita la memoria ese coro de voces que se levanta contra la nueva asignatura dedicada a una educación para la ciudadanía. Más que las viejas devociones, lo que recuerdan estos feligreses es aquella patria sostenida en la hipocresía, en la retórica, en la manipulación del vocabulario y de las personas del verbo. Viven de rodillas, pero defienden la libertad.
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