De balcón a balcón
La vida en el patio interior sucede en ese apretujado espacio de múltiples balcones que topan uno con otro. Es ahí donde se comparte involuntariamente la vida del vecino, ese al que nunca se le ve el rostro pero que se reconoce por sus gustos musicales y florido vocabulario.
"¡Coño! Que bajes la música. Son las tres de la madrugada ¡Coño!", grita un señor a otro inquilino que, efectivamente, cree que todo mundo disfruta del merengue a todo volumen, y le colma con una serie de palabrotas que mi pudor no me permite escribir, pero ya saben, algo así como verter el excremento en su señora progenitora o en sus familiares que han pasado a mejor vida y siempre termina con un: "¡Bajas la música o te corto el cuello!". Entonces, en ese estado somnoliento de la madrugada, uno empieza a tener sueños con degollados al ritmo de Wilfrido Vargas.
Al día siguiente, muy temprano por la mañana, taladra el llanto de esa niña que nunca crece, pidiendo a la madre su leche, y ésta le contesta con una muy mala. La violencia verbal propinada por las mujeres a sus hijos y maridos se oye como concierto matinal de balcón a balcón. Cuando hay bronca, salen de entre las marañas de ropa las cabezas de los curiosos, quienes se asoman rápidamente y, si han perdido una parte del melodrama, le preguntan al de al lado o al de arriba: "¿Qué ha pasao? ¿Qué ha dicho?". El vecino le resume lo ocurrido y le agrega de su cosecha, entonces vienen los consejos no solicitados.
Todo sucede como una gran función teatral, cuyo escenario es el interior de las calles de Robadors, Hospital y Sant Rafael, donde se tocan las clases marginadas de este y otros países con turistas descontrolados y bohemios que, pese al dudable nivel de educación de sus vecinos, gustan del indudable nivel de entretenimiento.
En otro balcón, un grupo de jóvenes marroquíes observan a las turistas del edificio de enfrente y les abuchean: "Baja faldita. Baja faldita". "Mi amor. Mi amor". Las turistas, esta vez alemanas, les amenazan con llamar a la policía si continúan molestando. Aquel grupo de muchachos, ante la irrisoria intimidación, sube el decibel del piropo y de la música. ¡Que empiece la noche!
Desde otra ventana, destilan los aromas a colonias mata pasiones de aquellos que se preparan para salir a la aventura nocturna, mientras escuchan a Raphael: "Qué pasará,/ qué misterio habrá,/ puede ser mi gran noche". Otros olores se cuelan para avisar lo que el vecino está cocinando: una tortilla con patatas, un curry bien picante y el humo del khebab de cierto restaurante que aromatiza las ropas de los tendederos, el cual no cumple con la normativa de elevar la chimenea.
Cae la tarde, hora en que el aburrimiento apremia; entonces los mayores salen a sacudir las ropas, a regar las plantas, a meter la jaula del pájaro. Los desempleados salen a fumar, a mirar la construcción de ese hotel gigantesco que les ha cubierto la vista de Montjuïc. Las amas de casa alimentan al perro que duerme en dicho espacio de metro cuadrado y apilan los cubos de limpieza. Una familia hospeda en el balcón a sus familiares que han llegado de Oriente. Las ventanas se convierten, pues, en el mirador donde se observan las penurias del otro, que no son sino las propias.
A un pequeño que ha recibido muy buena escuela en ese patio de Ciutat Vella se le oye decir a la vecina: "¡Me... en tus muertos!". Se despierta el alboroto del vecindario y la furia de la mujer ofendida, quien sale y le atesta una letanía de maldiciones. Sólo se le ve levantar el brazo inquisitivo desde la baranda para exclamar: "En mis muertos ¡ni Dios!, ¡ni Dios!". Los vecinos vociferan toda clase de consejos: "Laven a ese niño la boca con jabón", "se merece una bofetada, así aprenderá a respetar a sus mayores". Desde algún sitio, alguien recomienda: "Una paliza es lo que necesita, cómo es posible que a sus ocho años ese niño hable así", el niño contesta con una dulce vocecilla: "Tengo seis".
Ya cuando se cree recuperar la paz, entonces los gritos de las turistas inglesas cuyos atributos no lograron pescar al spanish lover que les prometieron en esa huida a Barcelona para despedir a la solterona del grupo; llegan a las tantas de la madrugada con harta vehemencia entonando a Britney Spears: "Ooooooh, baby, baby/ I shouldn't have let you go". Acompañando el concierto, a otros turistas -que duermen en uno de los pisos convertidos en hoteles sin permiso- se les oye vomitar el alcohol ingerido en toda la juerga. En los bajos, una familia paquistaní celebra una boda donde los concurrentes bailan al compás de Shreya Ghosal, fiesta que es interrumpida por aquel vecino cascarrabias al que nunca logro verle la cara, sólo sus enormes pantalones colgados que denotan que tiene tan grande la barriga como la impaciencia.
"¡Coño! Que bajes esa música. ¡Lárgate a tu país!", grita el hombre.
El de arriba le echa un cubo de agua al de abajo, comienzan las riñas entre unos y otros. Se deploran entre países, entre géneros, entre razas y comienzan los imaginarios. El de aquí porque es de aquí, el de allá porque es de allá. La pérdida del espacio vital y la explotación comercial que permite coexistencias arbitrarias convierten los roces en gruñido permanente. Sólo cuando cae la lluvia, la gente se apresta a meter sus ropas y cerrar las ventanas, entonces se baja el telón y regresa el silencio.
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