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Necrológica:'IN MEMÓRIAM'
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Antonio Zaya, una isla aparte

Los grafiteros más importantes de Nueva York -Coco 42 y Nato, entre ellos- se reunieron ayer para homenajear al poeta y crítico de arte Antonio Zaya, que será enterrado hoy en San Feliu de Guíxols con los atavíos de Príncipe de la Santería. Pongo en relación un acto con otro, los dos tan distintos, para resaltar la complejidad de un personaje que también hizo de la vida un llamativo acto de creación. En estos tiempos de ortodoxias y correcciones se singularizan más, y para bien, los disparates o las extravagancias que en la juventud de los hermanos Zaya -él y su gemelo Octavio, uno de los más reputados críticos de ahora- dieron lugar a lo que después sería una atinada visión del arte en el ámbito internacional. Las abundantes anécdotas de aquellos dos jóvenes radicales, cultivadores de la confusión con el parecido, expertos en marginalidades que pasaron por casi todos los excesos, los llevó juntos al riesgo de la crónica de sucesos y de la de tribunales por sus provocaciones y sus bromas.

Luego, con la relativa calma de la edad, tomó cada uno su camino, con diferentes pasiones vitales y una común: el arte. Y si en Nueva York, donde vive y trabaja Octavio, más sereno, tomó el pulso Antonio al arte contemporáneo, adelantándose siempre a los nuevos descubrimientos, fue en La Habana, además de en São Paulo o Venecia, donde quizá exhibió sus mejores dotes de comisario de exposiciones. El Gobierno cubano se lo agradeció condecorándole en 2003, y resultó ser así el quinto extranjero que recibía la distinción por la cultura nacional. No en vano, de las nueve bienales de arte de La Habana organizó tres, y de ellas quedan los catálogos que con osadía crítica, buen ojo y pulcritud formal de editor avezado corrieron a su cargo.

Pero en Las Palmas de Gran Canaria, donde nació en 1954, dejó especialmente la impronta de su buen trabajo de comisario de exposiciones, atento siempre a las vanguardias, y de sus apuestas en revista tales como Atlántica, que dirigió o codirigió en el CAAM durante 20 años, o en otras dos de las que fue editor con brillantez: Blanco y Balcón. Esta breve relación de méritos quedaría sin embargo muy incompleta si, además de sus excelentes monografías, no mencionara su vocación literaria, sus incursiones poéticas en el irracionalismo, su capacidad inagotable de invención, así en la vida como en el arte.

Pero hoy, al despedir a Antonio, recordando con tristeza y emoción su entusiasmo, su sentido del humor, la ternura y la pillería del niño que nunca dejó de ser, no me extraña que los graffiteros de Nueva York y los santeros de Cuba lo evoquen a la vez en el más acá y en el más allá. Ni que sus restos reposen en la tierra de su retiro elegido en Cataluña mientras lloran en Canarias a un revoltoso del arte contemporáneo que era en sí mismo una isla.

Una isla en la que convivían el santero y el iconoclasta sin que ninguno de los dos tuviera dificultad para entenderse con el otro. Tan audazmente contemporáneo como siempre.

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