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Columna
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Inmigrantes

¿Cómo es el Madrid que ven los extranjeros que viven aquí? Estaría bien poder leer uno de los periódicos abarrotados de enigmáticos caracteres, que se apilan en la tienda de productos chinos de debajo de mi casa. Lo que ahí ponga queda para ellos, como los cientos de ingredientes que usan para guisar. Una se vuelve loca viendo lascas de corteza de árbol envasadas, la enorme variedad de algas, de hierbas, las orejitas de madera blanca, los pétalos de lirio blanco desecados, fécula de taro, la soja en todos los colores y modalidades. Estantes y estantes repletos de todo lo que pueda dar la naturaleza conservado de todas las maneras posibles. El dueño de la tienda me dice que los occidentales usamos demasiados fármacos para cualquier cosa, que ellos tiran más de las infusiones. Me parece mucho más sensato y me gustaría imitarles, pero tengo tantas clases ante la vista que no sabría por dónde empezar. Una cocina tan intrincada haría pensar en una vida también compleja, sin embargo, todos mis vecinos chinos, que son muchos, y que en su mayoría adoptan nombres españoles, parecen completamente adaptados a nuestras formas y maneras, se han mimetizado con el ambiente. No he visto unos inmigrantes que a los dos días parezcan más madrileños que los chinos, lo que me hace pensar que tienen un carácter bastante parecido al nuestro. O que en el fondo la gente no es tan diferente. O que uno es de donde trabaja y vive y encuentra alguien que le quiera.

No he visto unos inmigrantes que a los dos días parezcan más madrileños que los chinos
Para el que viene a la ciudad la preocupación es más de supervivencia que de adaptación

Tampoco Madrid es una ciudad en la que haya que adaptarse a grandes tradiciones. Se hace más o menos lo que se haría en cualquier parte. Aquí los hábitos son más personales que sociales. Como en cualquier gran ciudad uno se puede encontrar desarraigado de todo si quiere, y a veces también sin querer. Sólo hay que darse una vuelta por la Puerta del Sol y aledaños para ver a esos solitarios que parecen ir en busca de algo, no se sabe qué. Algunos lo encuentran en las salas de juego, donde el aislamiento llega a su máxima expresión. Habría que reflexionar más profundamente sobre el comportamiento y reconcentración de los usuarios de estos salones, pero la verdad es que enseguida se puede caer en la tentación de hacer sociología, psicología y ponerse moralmente un poco por encima, lo que sólo le perjudicaría a uno mismo porque a ellos les trae sin cuidado. Están tan ensimismados en su tarea que ni siquiera te ven, pero aun así el ambiente produce una gran incomodidad. Tal vez no haya sitio en el mundo donde uno pueda sentirse más intruso en las vidas ajenas. A pesar de estar el local abierto al público, parece que se ha entrado en lo más íntimo de los que están ahí. Los hay de variadas procedencias y edades y te encuentras más o menos la misma mezcla que hay en la calle. Y aunque parece que los de la ruleta están más acompañados que los de las máquinas tragaperras, es una falsa impresión porque ni siquiera se miran.

Para el inmigrante que viene a Madrid la preocupación es más de supervivencia que de adaptación. Lo fue para los inmigrantes andaluces, extremeños y de otras partes que vinieron en los sesenta y lo es ahora para latinoamericanos, rumanos, chinos, africanos y demás. Madrid es tierra de supervivencia, no se impone al extranjero con un manual cultural y de costumbres por el que regirse, irán acomodándose poco a poco. Y a su vez la inmigración nos está haciendo multiculturales y ha cambiado el paisaje humano en un tiempo récord. La xenofobia de algunos se solapa con la necesidad que se tiene de sus servicios. La afluencia por ejemplo de servicio doméstico ha contribuido a suavizar el gran problema sin resolver por la administración de esa franja enorme de población llamada tercera edad. No hay que tener miedo a la gente, hay que tener miedo a los problemas sin resolver porque son los que tarde o temprano dan la cara. El otro día estaba en la panadería y una anciana preguntó cuánto costaba una barra de pan, dudó un momento y se marchó sin comprarla. Contar esto es horrible, demagógico y todo lo que se quiera, pero es la pura verdad. Los ancianos con escasos recursos son los más marginales de nuestra sociedad, sólo que marginales en sus casas, callados y resignados.

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