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Reportaje:LECTURA

Lo que llaman Holocausto no cabe en una novela

Reflexiones sobre el exterminio judío del premio Nobel húngaro que sobrevivió a los campos de la muerte nazis

Si pensamos más a fondo sobre Auschwitz -en posesión de nuestra cultura, precisamente-, si pensamos en la creación y el mantenimiento de los campos de exterminio, veremos que estas instituciones fueron una consecuencia necesaria. Sí, cuando miras una determinada línea de la historia europea, cuando analizas desde el punto de vista de tu saber a posteriori qué ha pensado y cómo ha vivido y cómo ha actuado durante siglos el hombre, la maquinaria de muerte creada para exterminar a los judíos europeos no supone una sorpresa tan grande.

-¿Quieres decir que Ausch-witz es la consecuencia lógica y funesta de...?

-No, no quiero decir eso. Donde empieza Auschwitz se acaba la lógica. Sin embargo, pasa a ocupar el primer plano un pensamiento obsesivo que se asemeja mucho a la lógica, puesto que lo conduce a uno por el camino, aunque no sea el de la lógica. Y ahora busco ese hilo, ese razonamiento del desequilibrio que hace que lo absurdo parezca necesariamente como una lógica, ya que no tenemos otra opción en la situación de trampa que es Auschwitz. Y la vida, de la que somos parte activa, nos ha adiestrado ya de antemano, por así decirlo, para esa forma de pensamiento.

El secreto de la supervivencia es la colaboración, pero al admitirlo te cubres de vergüenza, de tal manera que prefieres negarlo antes que asumirlo
Bajo el régimen de Kádar entendí con claridad mis vivencias de Auschwitz, que no habría entendido nunca si me hubiese criado en una democracia

-Lo formulaste en Fiasco al escribir: "Un miembro modestamente aplicado, de comportamiento no siempre intachable, de la tácita conspiración urdida contra mi vida".

-Exactamente. No sé cuándo pensé por primera vez en la posibilidad de que algún error terrible, alguna ironía diabólica actúe en el orden mundial, que, sin embargo, se vive como una vida normal, y ese error terrorífico es la cultura, el sistema de ideas, el lenguaje y los conceptos, los cuales ocultan ante ti el hecho de que llevas tiempo siendo una pieza bien engrasada de la maquinaria creada para tu exterminio. El secreto de la supervivencia es la colaboración, pero al admitirlo te cubres de vergüenza, de tal manera que prefieres negarlo antes que asumirlo. Pero no hablemos de eso ahora. Lo cierto es, sin embargo, que cuando me di cuenta cambió mi punto de vista. Pude imaginar como ficción el lenguaje, la esencia y el mundo de pensamientos de ese personaje novelístico, pero ya no pude identificarme con él; quiero decir que, al crear el personaje, me olvidé de mí mismo. Por eso no puedo responder a tu pregunta anterior de si el personaje de la novela y yo mismo nos parecíamos. Sin duda se asemeja más a quien lo describió que a quien lo vivió, y, desde mi perspectiva, es una gran suerte que así ocurriera.

-¿Porque así te libraste de la pesadilla de los recuerdos?

-Exactamente. Fue como salir de mi propia piel y ponerme otra, pero sin tirar la primera, es decir, sin traicionar mis vivencias.

-Daremos un salto de unas décadas hacia delante, pero es que tengo la sensación de que es el momento de recordarte una entrevista tuya de 2003 en la que afirmas haber escrito Sin destino sobre el régimen de Kádár, lo cual provocó luego una gran discusión. Más de uno aseguraba que habías traicionado al Holocausto.

-Ese debate fue tan ignorante e incompetente como el uso desaforado de la palabra Holocausto. No se atreven a llamar lo ocurrido por su verdadero nombre -La destrucción de los judíos europeos, por ejemplo, que es el título de la gran obra de Raul Hilberg-, sino que han inventado una palabra cuyo contenido no entienden, pero que colocan entre nuestras imágenes conceptuales rituales, hoy por hoy petrificadas e inamovibles, y que luego defienden como perros guardianes. Ladran a cualquiera que se acerque aunque sea para moverlo un poquito. Contrariamente a otros, nunca he definido Sin destino como una "novela del Holocausto", porque aquello que ellos llaman Holocausto no cabe en una novela. Yo escribí sobre un estado, y si bien la novela trata de transformar en experiencia humana la vivencia inefable de los campos de exterminio, me ocupé sobre todo de las consecuencias éticas de haberlos vivido y sobrevivido. Por eso elegí el título de Sin destino. La vivencia de los campos de exterminio deviene en experiencia humana cuando descubro la universalidad de la vivencia. Y ésta es la ausencia de destino, ese rasgo específico de las dictaduras, la expropiación o estatización del destino propio, su conversión en destino de masas, el despojamiento de la sustancia más humana del hombre. La novela se creó en los años sesenta y setenta: ¿qué novela es esa que no contiene las características de la época, su lenguaje, su mundo de pensamientos, etcétera? ¿Por qué suponen que la era de Kádár no fue una dictadura? Lo fue y, para colmo, lo fue de una manera sustancial, puesto que después de Auschwitz toda dictadura lleva inherente la virtualidad de Auschwitz. El conocimiento y la admisión de este hecho sólo pueden resultar escandalosos desde el punto de vista de las ideas fijas de la política húngara. No he dicho con esto que el Holocausto fuese como el régimen de Kádár; he dicho que bajo el régimen de Kádár entendí con claridad mis vivencias de Auschwitz, que no habría entendido nunca si me hubiese criado en una democracia. Lo he explicado innumerables veces, comparando la fuerza del recuerdo con aquella magdalena de Proust cuyo sabor inesperado despertó en él el pasado. Para mí, la magdalena era la época de Kádár, que resucitó en mí los sabores de Auschwitz.

-Si me permites una observación, tú también utilizas la palabra Auschwitz en un sentido lato. ¿Cuál es entonces tu objeción a la palabra Holocausto?

-Encontré mi objeción instintiva perfectamente formulada en el libro del filósofo italiano Giorgio Agamben Lo que queda de Auschwitz. Dice así: "El desdichado término holocausto surge de esa exigencia inconsciente de justificar la muerte sine causa, de restituir un sentido a lo que parece no poder tener sentido alguno". Agamben también abunda en la etimología de la palabra, cuya esencia reside en que en griego clásico se trataba originariamente de un adjetivo que significaba "todo quemado"; la historia semántica del término conduce luego al mundo lingüístico de los Padres de la Iglesia, que ahora vamos a dejar de lado. En lo que a mí respecta, utilizo la palabra porque la han vuelto inevitable, pero la considero tal como es: un eufemismo, una ligereza cobarde y carente de fantasía.

-Según esta explicación, la palabra sólo se refiere, de hecho, a los que fueron quemados, es decir, a los muertos, no a los supervivientes.

-Ciertamente. El superviviente es una excepción, la consecuencia de una avería en la maquinaria de la muerte, como observó Jean Améry con acierto. Por eso resulta quizá difícil conformarse y simpatizar con esa existencia excepcional e irregular que supone la supervivencia.

-En el campo de concentración, sin embargo, no lo veías así. Te recuerdo tus palabras sobre la confianza: esa confianza te ayudó a escapar al final.

-Esa es otra perspectiva. La confianza existía, pero también la combinación de azares, en la que hoy por hoy tampoco me atrevo a pensar hasta sus últimas consecuencias, puesto que hay en ello una tentación terrible...

-La tentación de la fe, de la providencia...

-En general, de la explicación. De cualquier explicación. En este momento no recuerdo qué autor escribió que, al llegar a Auschwitz, un soldado de las SS le dijo: "Aquí no existen los porqués...".

-Está en Si esto es un hombre, de Primo Levi. Disculpa, pero tendré que preguntarte por los porqués.

-Confío en no poder responder a tus preguntas. Si pudiera, significaría que he comprendido algo que va más allá de los límites de la mente. Por otra parte, también es cierto que la mente está para usarla o, al menos, para intentarlo.

-¿Quiere esto decir que puedo plantear mis preguntas?

-Puedes.

-En Diario de la galera mencionas que no resultó fácil encajar en la novela el simple hecho de la supervivencia de tal manera que no rompiese su composición clara y lógica. Si bien es cierto que hasta llegar al "desecho humano" de Buchenwald -para citar tus terribles pala-bras- en ningún momento se atasca la linealidad de la trama, el "vuelco novelesco" de la salvación, sin embargo, te causó preocupación. De esto ya hablaremos más adelante a buen seguro. Pero ahora ¿puedes decirme cuánta ficción y cuánta realidad hay en toda esa serie de acontecimientos?

-Por fortuna, no puedo responder a tu pregunta. El curso de los acontecimientos sigue el de la realidad. Estaba tumbado en el hormigón, alguien se me acercó, comprobó fugazmente mis reflejos, me echó a sus hombros, y todo ocurrió luego tal como lo describo. Ahora bien, esta frase ya va mucho más allá de lo probable; aunque sucedió así, no puedo interpretar lo ocurrido como realidad, sino sólo como ficción. El paso de la realidad a la ficción se produjo, como ya he señalado, cuando me puse a escribir la novela. Hasta entonces, los hechos -o, como dices, la "realidad"- descansaban mudos en mi interior, como un sueño matutino que es borrado por el timbre del reloj despertador. Esta realidad sólo se vuelve problemática cuando la interpretas, esto es, cuando intentas sacarla de la oscuridad: en ese momento calas su absurdo. No creas, dicho sea de paso, que no intenté descubrir el trasfondo real de esa serie de acontecimientos. Sobre todo, me habría interesado la materia real del barracón "de las colchas". El hecho de que en pleno campo de concentración de Buchenwald pudiese existir un hospital en el que los enfermos podían permanecer en lechos provistos de ropa de cama y recibir verdadera atención médica. A finales de los años noventa conocí al director del memorial de Buchenwald, el doctor Volkhard Knigge, un hombre excepcional. La descripción de mi experiencia sirvió de base para nuestras investigaciones, pero sobre el hospital en sí sólo atiné a decir que el cuarto en que yo yacía se llamaba Saal Sechs, o sea, "sala seis". En vano revisamos los expedientes, los hechos, el material a nuestra disposición; no encontramos ni huella de aquella institución. Sin embargo, dimos con una señal indirecta de su existencia. Resulta que en el registro de prisioneros de Buchenwald figura una llamada "defunción", concretamente, la de "Imre Kertész, prisionero judío húngaro número 64.921", fallecido el 18 de febrero de 1945. Se trataba, sin duda, de una prueba de que una o más personas me borraron de la lista para que no me mataran, en cuanto prisionero judío, en el curso de la eventual liquidación del campo. Quien conoce más o menos la estructura administrativa de los campos de concentración, sabrá que se necesitaba la colaboración secreta de varias personas para que tal entrada en el registro fuese posible. Esa pista despertó aún más mi curiosidad, pero tuve que conformarme con que lo vivido sólo existía en mi mente, en forma de un recuerdo parecido a un sueño. En el invierno de 2002, sin embargo, mientras me encontraba en Estocolmo, alguien me llamó por teléfono al hotel desde Australia, concretamente un señor mayor apellidado Kucharski, quien acababa de leer la novela del último premio Nobel de Literatura, en la que, sumamente emocionado, se descubrió a sí mismo: el hombre había yacido en la litera situada encima de mí en el barracón "de las colchas" y daba la casualidad de que figuraba con su nombre en mi novela. Ni qué decir tiene que la llamada me produjo tanta sorpresa como alegría. Lo malo era que él hablaba exclusivamente en inglés -o en polaco-, de modo que apenas nos entendimos, porque yo no sé nada de polaco y mi inglés es bastante rudimentario. Por tanto, la conversación se diluyó en algún punto entre los continentes y dejó en mí el recuerdo de algo así como un mensaje trascendental. Luego vino a verme en Berlín un hermano del señor Kucharski; tomó unas fotos conmigo, pero no pudo contribuir con ninguna aclaración.

Una prisionera, junto a un niño, en el campo de concentración nazi de Auschwitz (Polonia).
Una prisionera, junto a un niño, en el campo de concentración nazi de Auschwitz (Polonia).
Prisioneros supervivientes del campo de exterminio de Buchenwald (Alemania), al final de la II Guerra Mundial.
Prisioneros supervivientes del campo de exterminio de Buchenwald (Alemania), al final de la II Guerra Mundial.

Imre Kertész

Nobel de Literatura en 2002, es húngaro (Budapest, 1929) de origen judío. Con 15 años fue llevado al campo de extermino de Auschwitz y luego a Buchenwald. Entre sus obras destaca 'Sin destino'. 'Dossier K' sale a la venta el próximo viernes.

Dossier K. Editorial Acantilado

Las conversaciones que, en el curso de los años 2003 y 2004, grabó mi amigo y editor Zoltán Hafner, con el objetivo de realizar una "entrevista en profundidad", llenaban quizá una docena de cintas. El 'dossier' que contenía el material copiado y redactado me llegó a un hotel de la pequeña ciudad suiza de Gstaad. Después de leer las primeras frases aparté el voluminoso manuscrito y, con un gesto involuntario, como quien dice, abrí la tapa de mi ordenador... Así surgió este libro, el único que he escrito más por una iniciativa externa que por un impulso interno: una auténtica autobiografía. Sin embargo, si aceptamos la propuesta de Nietzsche, quien deriva el género de la novela de los diálogos platónicos, el lector tendrá, de hecho, una novela en sus manos. Imre Kertész

Influencias de Camus, Kafka, Mann y Bernhard

EN LA SEMANA DEL LIBRO DE 1957 deambulaba yo bastante desorientado entre los diversos puestos, buscando alguna novedad, una que pudiera pagar. Vino a parar a mis manos un volumen amarillo, la obra desconocida de un autor francés de nombre desconocido. Leí algunas frases tal como estaba, de pie, y luego eché un vistazo a la cubierta posterior: valía 12 forint.

—Era El extranjero, de Camus, ¿no?

—Sí. Fue el segundo golpe mortal para mí. Tardé años en superarlo.

—¿Y Kafka?

—Descubrí demasiado tarde su grandeza inconmensurable, en una época en que ya no somos tan receptivos para las grandes experiencias iniciales. Eso se lo debo a la edición socialista, que primero procuró ocultar a Kafka; luego, restarle importancia, y por último —cuando ya lo publicaron—, esconderlo bajo el mostrador ante los lectores.

—O sea, que Albert Camus y Thomas Mann, dos escritores tan antagónicos, marcaron tus preferencias literarias. Y yo añadiría a Thomas Bernhard.

—Con justa razón. A Bernhard se lo puede querer mucho durante un tiempo, aunque luego uno aparta más rápidamente sus libros.

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