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¿Podemos olvidarnos ya de ETA?

Unos cuantos años de intensa prédica de soberanismo autodeterminista han terminado por calar hondo en el nacionalismo vasco no violento. Es por ello más que dudoso que Josu Jon Imaz, que en su momento apoyó con entusiasmo esa prédica, consiga ahora frenar la deriva del Gobierno vasco hacia la denominada "consulta a la sociedad". Se han echado a rodar ideas y emociones que ahora va a ser muy difícil controlar.

En este sentido, resulta interesante para un observador ajeno al nacionalismo vasco la disputa que se ha entablado entre quienes consideran que una consulta popular no es factible mientras persista la violencia terrorista y quienes arguyen que ETA no puede marcar la agenda política, por lo que la consulta puede efectuarse incluso en su presencia. Y es interesante porque plantea, aunque sea en forma muy sesgada, una cuestión más general, la de la relación que debiera existir entre la política y la violencia.

La sociedad vasca no es hoy un ámbito en que un debate público sobre ciertas decisiones pueda tener lugar en condiciones mínimas
Una cosa es actuar políticamente como si ETA no existiese, y otra muy distinta es actuar como si ETA no hubiese existido nunca

Aunque sea algo reduccionista, podemos afirmar que existen hoy entre nosotros dos propuestas o modelos de aproximación al asunto. Una que defiende la congelación de la política mientras persista la violencia, y otra que reclama la independencia funcional de la política con respecto a ETA. Y parece conveniente examinar un poco más a fondo ambas.

El modelo de congelación sostiene que no deben efectuarse cambios sustanciales en el régimen político vasco mientras persista el terrorismo. Las razones en que se apoya van desde un argumento de equidad (la violencia coloca a las fuerzas no nacionalistas en una situación desfavorable y desequilibrada) a otro más pragmático (enviar a los terroristas el mensaje de que con violencia no se consigue nada útil sino que, por el contrario, todo se paraliza). Este modelo fue aplicado en la época de Aznar y, una vez suspendida la vía negociadora, es el defendido hoy por el Gobierno socialista: "No se dará un paso adelante para el acuerdo de futuro mientras ETA no desaparezca", decía Rodríguez Zapatero hace meses en Vitoria.

Con independencia de otras consideraciones, resulta bastante obvio que el modelo es inaplicable salvo en el cortísimo plazo: la política no se puede congelar en democracia y los intereses de quienes desean modificar el régimen político del País Vasco se harán presentes de una u otra forma, aunque probablemente más confusa y entremezclada con ofertas para terminar con la violencia. Por este camino, política y violencia acaban por interferirse de nuevo. Además, es probable que el mensaje que perciban los terroristas sea justo el opuesto al que se deseaba emitir; es decir, el de que hay un algo político que se puede lograr y que siempre se les esperará para debatirlo y acordarlo. Un incentivo para persistir.

El modelo de independencia defiende que la política no puede ser condicionada por la violencia, que ésta no puede marcar la agenda de lo debatible ni constituirse en un veto para el desarrollo de las legítimas aspiraciones de la sociedad. Que la política vasca, en definitiva, debe actuar como si ETA no existiese, remedando la conocida frase de Grocio ("etsi Deus non daretur"). Independizar a la política de la violencia supone no aceptar ninguna hipoteca de esta segunda, nos dicen Ibarretxe y Egibar al unísono. Lo contrario sería tanto como concederle un poder sobre nosotros mismos. Y, aunque no sea frecuente, por esta vez hay que concederles que tienen razón, que su planteamiento inicial es plenamente correcto en una perspectiva democrática.

Pero, (siempre hay un pero), lo que también sucede es que su planteamiento es insuficiente y (si se permite la sospecha) un tanto cínico: porque una cosa es actuar políticamente como si ETA no existiese, y otra muy distinta es actuar como si ETA no hubiese existido nunca. Y esto último es lo que, interesadamente, pretenden hacer nuestros consultistas: hacer como si ETA no hubiera existido y no hubiera causado efectos estructurales importantes en la política vasca.

La actuación de ETA durante más de 30 años ha provocado en la sociedad vasca consecuencias perdurables, que no pueden desconocerse tan alegremente. Por ejemplo, el porcentaje de ciudadanos no nacionalistas que tienen mucho miedo a participar en política es superior al doble del de los nacionalistas según el último Euskobarómetro (efecto de la violencia selectiva). Las encuestas de opinión (si nuestra propia percepción no fuera suficiente) muestran un sesgo permanente de ocultación de la opinión no nacionalista. Exhibir ciertas opiniones en ciertos ámbitos exige protección policial. En definitiva, la sociedad vasca no es hoy un ámbito en que un debate público sobre ciertas decisiones políticas pueda tener lugar en las condiciones mínimas requeridas por la praxis argumentativa que legitima las decisiones democráticas importantes. Como dice Bernard Manin, "la fuente de legitimidad no es la voluntad predeterminada de los individuos, sino más bien el proceso de su formación, es decir, la deliberación misma. Una decisión es legítima no porque representa la voluntad de todos, sino porque es algo que resulta de la deliberación de todos". Esto es un hecho obvio, y querer desconocerlo, como hacen los consultistas, es cuando menos un error y, cuando más, una prisa deleznable por aprovecharse de los efectos de la violencia pasada.

Por eso, y aunque pueda sonar a paradoja, hacer política hoy como si ETA no existiera consiste, precisamente, en reparar los daños causados al tejido social vasco por los decenios de violencia, en volver a crear las precondiciones necesarias para que la sociedad pueda hablar. Lo cual empieza, como es obvio, por tomar conciencia de que ETA ha existido. Algo que ciertos nacionalistas parecen querer ignorar.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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