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Columna
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Dónde estará mi 'trolley'

Ha sido la canción del verano. Sin Georgie Dann. Una balada coral alrededor de las cintas aeroportuarias, ante las ventanillas de reclamaciones. Ya antes de remontar vuelo a casi todo el mundo se le agudiza el sentido de la propiedad. Y nos brota un amor incluso ñoño por los objetos inanimados, sobre todo si alguna vez hemos pasado por el trago amargo de un bulto que se retrasa, que parece que nunca llegará, o que ha sobrevolado en desamparo medio mundo antes de recalar en nuestros brazos, y entonces nos agarramos al hijo pródigo, un poco más deteriorado, averiado, a veces incluso violado, pero siempre bienvenido.

¿Quién había dicho que por motivos de seguridad las maletas no viajan solas? Aunque es verdad que de vez en cuando las compañías, cuando falta algún pasajero, te hacen bajar del avión bajo un sol inmisericorde (o una atroz nevada) para que señales tus pertenencias, y la que se queda huérfana es devuelta a la Terminal y entra en un periplo tan incierto como el de Ulises, tan desgraciado como el de la criatura repudiada en una inclusa. (El escáner controla la lima de uñas y cualquier frasco de colonia mayor que minúsculo; pero a veces hace la vista gorda con importantes navajas y en primera sacan cubiertos de acero: ¿sólo pueden ser agresivo el pasaje de clase turista?)

Todo es tan hipotético, todo tan virtual y aleatorio en nuestro tránsito por los aeródromos que el momento con más carga dramática es la despedida del equipaje ante el mostrador de facturación. Si pudiéramos, nos pegaríamos a él uniendo nuestros destinos para siempre. Pero no, la cruel separación es preceptiva, salvo de un bolso de mano en el que conviene incluir objetos de valor, algún útil de aseo y una muda, por si acaso.

Y entonces sucede el acaso, porque tras una demora importante y un enlace apretado llegamos a nuestro destino... con las manos vacías (como era lógico). Inútil espera ante la cinta transportadora, donde los ojos escrutan esta que se le parece, aquella que arrojan con furia desde detrás de la cortinilla, esa que los empleados sacan a patadas porque ya está claro que la bolsa sí pero su propietario no ha venido en este vuelo. Cola ante el mostrador de cierta compañía británica de del aire caminos. Interrogatorio: de dónde vienen, adónde van, cómo son, cuánto miden, qué contienen, qué nombre llevan... Menos mal que están muy identificadas, hasta "tuneadas" gracias a un cuñado previsor. No será difícil encontrarlas, seguro que se han quedado en el último transbordo... con las prisas... Os dan un papelito mostoso pidiendo disculpas y un número de teléfono que jamás responderá. Al día siguiente compráis lo mínimo necesario (suerte, es una ciudad y hay de todo) confiando en que será por poco tiempo. Pasa un día, dos, tres. Nunca habíais amado tanto vuestras lentes de contacto, vuestro pantalón afelpado, vuestras plantillas ortopédicas. Volvéis al aeropuerto. Nada. Tras varias horas insistiendo, suplicando, os dan una propina que no paga ni el taxi y la pasta de dientes y anotan la dirección de los hoteles y el número del móvil: les avisaremos, las enviaremos... dos semanas vigilando obsesivamente el teléfono, un hatillo que va engordando conforme aumentan las necesidades y disminuyen las esperanzas: hoy los sombreros, mañana las camisetas, pasado los bañadores... leemos en Internet que en verano se pierden 170.000 maletas en Barajas, que en Heathrow hay 34.000 atascadas (entre ellas las nuestras, seguro) y que en El Prat muchos vuelos despegan con retraso porque no da tiempo a colocar los equipajes en bodega. Las empresas handling (así les llaman a las muy ladinas) no dan abasto. Último intento en el almacén del aeropuerto de regreso... y allí está, con sus etiquetas, uno de los dos bultos. Hace 10 días. Nadie nos llamó, nadie nos tranquilizó, y menos mal que nadie se la había llevado a su casa, tan fácil que hubiera sido en medio de aquel caos... Conclusión: en efecto, no es necesario arrastrar "de todo" como si estuviéramos de mudanza, se puede (de debe) viajar ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar. Vale, gracias por la enseñanza, pero ¿y si ahora nos devolvieran nuestro trolley?

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