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De Navarra a Torrespaña

Entre los acontecimientos más relevantes de este verano de 2007 en la política española se halla, a mi juicio, la decisión de la cúpula del PSOE de prohibir a los socialistas navarros un pacto de gobierno -aritméticamente posible y políticamente deseado in situ, en Pamplona- con la coalición nacionalista Nafarroa Bai (NaBai) y con Izquierda Unida. La importancia del suceso no es, naturalmente, cuantitativa: al fin y al cabo, la imposición de los jerarcas de Ferraz sólo ha impedido gozar de los higiénicos efectos de la alternancia democrática a unos 600.000 ciudadanos, residentes en una pequeña comunidad uniprovincial de 10.000 kilómetros cuadrados. Que este modesto territorio tratado ahora como una colonia fuera el asiento de la última soberanía política distinta, engullida por el centralismo español en la tardía fecha de 1839, eso es algo que a Pepiño Blanco no le preocuparía ni siquiera en el caso hipotético de que lo supiese...

"La imposición de los jerarcas de Ferraz sólo ha impedido gozar de los higiénicos efectos de la alternancia democrática a unos 600.000 ciudadanos"
"El pirulí de Torrespaña va camino de convertirse en una rojigualda catódica mucho más alta -y muchísimo más eficaz- que la de tela puesta por Aznar y Trillo"

No, lo relevante y aleccionador del episodio navarro es su valor de síntoma, de presagio, de aviso para navegantes. Tras aclarar que no tienen contra Nafarroa Bai ningún prejuicio ideológico, ni duda alguna sobre la filiación democrática de ésta, los dirigentes del PSOE han dado dos razones para justificar su veto, y la primera es que, en las elecciones del pasado 27 de mayo, el Partido Socialista de Navarra (PSN) quedó en tercera posición, por detrás de NaBai, lo cual le deslegitimaba para encabezar después el Gobierno foral. Y un servidor se pregunta: ¿no será más bien que los socialistas sólo están dispuestos a coligarse con grupos nacionalistas periféricos desde una posición de hegemonía -ni siquiera de paridad-, porque no quieren correr ningún riesgo de verse hipotecados o arrastrados por las agendas de esa clase de socios?

A la luz también de las últimas tensiones entre PSOE y Bloque Nacionalista en el seno del bipartito gallego, ¿concibe el partido socialista a las formaciones nacionalistas de izquierdas con las que pacta como partners iguales, o como acólitos, como muletas en las que apoyarse? A raíz de la crisis navarra, Josep Lluís Carod dijo muy ufano en una entrevista que "el PSC no es el PSN". Tiene razón, por supuesto; pero el aparato dirigente del PSOE sí es el mismo en ambos casos. No deja de ser significativo que, dentro de ese aparato, una de las voces más contrarias a impedir la formación de un tripartito en Pamplona fuese la de la flamante ministra Carme Chacón. ¿Tendría algo que ver con aquello de que cuando las barbas de tu vecino veas pelar...?

La otra y principal razón por la que el vértice socialista estatal impidió que la rancia derecha navarra -ésa que ha suspendido de facto en la comunidad la vigencia de la ley del aborto...- fuese desalojada del poder, la expresó con la franqueza del anonimato un miembro de la Ejecutiva Federal del PSOE: "Se trataba de si perdemos dos diputados por Navarra o 20 en el resto de España". Argumento todavía más inquietante que el anterior, porque confirma que, en materia territorial-identitaria, el partido del Gobierno sigue siendo prisionero, rehén de las huestes de Rajoy.

El PP lleva toda la legislatura cultivando, alrededor de estos temas, un discurso lúgubre y campanudo, trufado de palabras como "cobardía", "debilidad", "traición", "victoria" y "derrota", de apelaciones a "los españoles de bien" para que atajen "la disolución nacional" y no permitan que la patria siga "haciendo equilibrios sobre el abismo". Véanse, como ejemplos recientes, el parlamento de José María Aznar al serle entregado, el 12 de julio, el X Premio Miguel Ángel Blanco, o la entrevista del ex presidente al diario La Nación, de Buenos Aires, el 29 del mismo mes. Dentro de este discurso y de la vieja cultura política que le sirve de basamento, Navarra -la Navarra insurgente y españolista, aquella a la que Franco condecoró con la Cruz Laureada de San Fernando- ocupa un alto lugar simbólico, un papel entre el sagrario y el reducto, un poco como el de Kosovo para los ultranacionalistas serbios. Pues bien, Rodríguez Zapatero no se ha atrevido a romper ese tabú, no ha osado arrostrar los costes de haber dado entrada al nacionalismo democrático vasco (que tiene casi el 24 % de los votos) en el Gobierno de Pamplona.

Pero no se trata sólo de Navarra. Al conjuro de las cercanas elecciones generales, es en toda España donde el socialismo zapaterista muestra sus complejos y su fragilidad discursiva frente al españolismo de siempre. Cuando los titulares de prensa explican que, de cara a marzo de 2008, el PSOE quiere "centrar su imagen" y "ganar voto moderado", la letra pequeña precisa que, para lograrlo, el partido gobernante cuenta con "recuperar los símbolos de España". Al mismo tiempo, el proyecto de mandato-marco de Radiotelevisión Española preparado por el Grupo Socialista señala entre las tareas del Ente Público "contribuir a la construcción de la identidad de España"... O sea, que el pirulí de Torrespaña va camino de convertirse en una rojigualda catódica mucho más alta -y muchísimo más eficaz- que la de tela, puesta por Aznar y Trillo en la madrileña plaza de Colón. ¿No les parece a ustedes que el nuevo partido de Rosa Díez y Fernando Savater está empezando a ganar batallas sin haber bajado siquiera del autobús?

Eso sí: José Luis Rodríguez Zapatero tiene la capacidad -que exhibía en la entrevista dominical de EL PAÍS- de hacer todo eso, lo de Navarra y lo de inundarnos con el rótulo "Gobierno de España", y más adelante lo del pirulí, sin ademanes épicos, ni gestos hoscos, ni palabras altisonantes, sin fruncir el ceño ni perder la sonrisa. Y, en Cataluña, mucha gente se acuerda de Aznar, y compara, y corre -correrá- a votar a ZP, o a los aliados de ZP.

Así es como se las ponían a Fernando VII...

Joan B. Culla i Clarà es historiador

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