De ideas y personas
Sostiene el autor que es falaz presentar el debate sobre ideas y proyectos como más noble que la discusión sobre el liderazgo de las personas.
Una vez más se ha puesto sobre el tapete la vieja confrontación entre el debate de ideas y el debate de personas, en esta ocasión como consecuencia de la autopostulación del alcalde de Madrid, Ruiz Gallardón, como candidato para una futura lista electoral del PP. Parece que en estos asuntos nadie es capaz de morderse la lengua y menos de desaprovechar la oportunidad para zaherir al adversario que está mudando la piel, con lo que ello implica de vulnerabilidad, aún sabiendo que de modo inexorable este tipo de debates han de tener lugar, tarde o temprano, en todas las formaciones políticas (por lo menos en las democráticas).
Con ello se busca obtener una fácil victoria en el terreno de la imagen: la exhibición de un liderazgo férreamente consolidado frente a la delicada posición de un oponente cuyo poder se ve discutido ¡nada menos que por los suyos...! ¿Quién va a confiarle, entonces, el sufragio? Esa rendida admiración por el liderazgo indiscutido e indiscutible no representa sino un resabio, entre otros, del pelo de la dehesa franquista que aún arrastramos, en nuestra pobre cultura política, partidos, electores, periodistas, etc. Un culto al poder explicable en épocas de tribulación pero no en la actual... ¿De qué tiene miedo esta sociedad satisfecha?
Lo único que elegimos, convocatoria tras convocatoria electoral, son personas
En la medida en que vivimos una democracia mediática y superficial, con escasísima participación e interés de los ciudadanos por lo público, parece difícil resistirse a la tentación de obtener una ventaja electoral que además resulta tan barata en términos de esfuerzo político, pero es una ocasión perdida para ejercer, desde la práctica de la democracia, esa pedagogía social clave en el discurso de la izquierda.
Para comenzar, se trata de un planteamiento falso. Los debates no se pueden elegir en función de un mejor o peor gusto personal como la ropa o el peinado. Se debate sobre aquello que implica un conflicto político significativo en cada momento, desde los asuntos más dramáticos a los más enrevesadamente técnicos, los simbólicos, los presupuestarios. Y, en una democracia representativa, convendremos en que la elección de las personas que han de ejercer el poder en nombre del pueblo soberano es una cuestión capital, tanto desde un punto de vista teórico como, desde luego, en cuanto que conflicto presente en la agenda política práctica de manera cotidiana y natural. Para ser exactos, lo único que elegimos, convocatoria tras convocatoria electoral, son personas.
Pero es que, además de facilón y falso, el paradigma de la superioridad ética del debate ideológico sobre el de la elección de personas es absolutamente maniqueo, otra manifestación de esa cultura judeo-cristiana represora de toda individualidad que nos hace ver la vocación política como algo turbio, cuando no inmoral. Algo tan inconcebible que necesita claves explicativas basadas, a su vez, en tabúes o presunciones que se alimentan de la pura envidia sociológica (se trata de un sacrificio que alguien lleva a cabo altruistamente, "a pesar de no necesitarlo para vivir" o bien se sospecha que "algo sacará", etc.).
Por otra parte, es evidente que solo las personas generan ideas y, aunque produzca angustia tener que recordarlo, sólo los seres humanos sirven como canon para medir la validez de las mismas (Protágoras de Abdera). Ni las patrias, ni las clases, ni las iglesias, ni colectivo alguno. ¿A qué viene, entonces, esa patética reivindicación de un debate ideológico que, además, no se produce?
Afortunadamente para nosotros, el Estado de bienestar ha ido eliminando de la agenda los desgarrados conflictos sociales y políticos que conocieron las clases trabajadoras del siglo XIX, con lo que el componente ideológico tiende, de por sí, a suavizarse. Como señalaba el propio presidente Rodríguez Zapatero, lo que interesa al ciudadano tiene mucho más que ver con proyectos y políticas públicas, con valores y con el modo en que se da cumplimiento a esos mandatos cada vez más sutiles, más técnicos, menos radicales.
Ello no quiere decir, ni mucho menos, que no quede espacio para debates que renueven la agenda política de la izquierda (de los conservadores no hay mucho que esperar en este sentido) incorporando las nuevas demandas de libertad, igualdad y justicia en un mundo globalizado y cada vez más dual. El desenvolvimiento de las plenas capacidades de hombres y mujeres libres e iguales en una sociedad postindustrial, el reto de la inmigración, el desarrollo de las políticas de inclusión, etc., están ahí esperando ser realmente asumidas como objetivos preferentes de nuestro discurso político.
Mientras tanto, ocultamos la existencia de los debates que ocupan, éstos sí, nuestros afanes: Los que tienen que ver con las personas.
Si, al identificarlos como una debilidad organizacional o como una quiebra de las lealtades debidas estos debates se eluden, se posponen, se ocultan y, sobre todo, no se regulan de modo que sean posibles y transparentes, lo único que ocurrirá es que se llevarán a cabo a través de procedimientos irregulares, conspiratorios y sectarios. Pero la pugna por el poder en el seno de los partidos y de las instituciones no desaparecerá, porque está en su naturaleza.
Estamos, por último, ante un planteamiento injusto y poco eficaz. La proscripción de los debates personales transparentes viene impuesta, siempre, desde las cúpulas dirigentes de los partidos. Las personas que ocupan esa posición de poder razonan colectivizando como un "daño a la organización" lo que, como mucho, constituiría una, en principio legítima, amenaza a su propia posición, no a la organización de la que ambos políticos (el que está arriba y el que quiere subir) forman parte. Es injusto entonces que, siguiendo el modelo darwiniano del cuco, los dirigentes establecidos procuren eliminar, bajo apelación a la unidad, otras posibles carreras políticas. Es lo que definiríamos como "práctica anticompetitiva".
Y, a la postres, es ineficaz porque cualquier proceso de selección en el seno de una organización, sea política o de cualquier otra clase, incorpora un criterio aristocrático en sentido estricto, la elección de los mejores. Pero el desarrollo de procedimientos informales o sectarios termina por producir una selección adversa de candidatos que son cuidadosamente cooptados no con el objetivo de una mejor representación y defensa de los intereses políticos propugnados por el partido, sino con el de minimizar los riesgos de competencia interna.
Los norteamericanos, por poner un ejemplo de democracia saludable, no sólo no ven un problema en la competencia política en el seno de cada organización, sino que ésta constituye, a falta de mayores construcciones teóricas, su principal razón de ser. No deja de ser chocante que aquí, en España, hayamos visto más debates públicos de precandidatos demócratas estadounidenses en los últimos meses que de candidatos españoles desde el inicio de la Transición.
Rafael Iturriaga Nieva es consejero del Tribunal Vasco de Cuentas Públicas.
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